La Última Cena, los Apóstoles y el Zodiaco
Esta pintura al temple se realizó sobre el muro de fondo del refectorio (comedor de los monjes), del convento de Sta. Marie delle Grazie, en Milán. Sintetiza artísticamente el movimiento cultural del Renacimiento.
Leonardo da Vinci la pintó entre 1495 y 1497, y ya en vida de su autor empezó a mostrar signos de deterioro: el complejo soporte de dos capas sobre el enyesado de la pared no resistía la humedad ambiental. A este defecto «de nacimiento» hay que añadir varias restauraciones agresivas e inadecuadas, y el bombardeo de 1943, del que salió milagrosamente ilesa.
Las últimas restauraciones llevadas a cabo por expertos italianos parecen asegurar definitivamente el 10% de superficie original tal y como la dejó Leonardo.
A pesar de todo esto, la fama de esta pintura es universal, se ha popularizado su típica composición en innumerables copias, y grandes personajes y literatos la han exaltado a lo largo de su existencia.
Su monumentalidad, mide 8´8 m. de largo por 4´6 m. de alto, se ve aumentada por dos factores: las figuras son de tamaño mayor que el natural, y la perfecta inclusión, mediante el uso de la perspectiva, de la pintura en el ambiente del refectorio, pues parece continuarlo y sitúa el banquete sagrado frente a la mesa opuesta del prior.
La armonía y vivacidad del conjunto impactan la conciencia del espectador, que se siente espontáneamente atraído, sea cual sea su lugar y época de procedencia. El contenido universal de esta obra se ve acrecentado por cierto detalle que no suele ser captado por el espectador de este siglo.
El momento representado es el de la reacción de los apóstoles ante las palabras de Cristo: Unus vestrum me traditurus est, es decir, «uno entre vosotros me traicionará». Pues bien, Leonardo aprovechó esta situación para reflejar en cada uno de los doce apóstoles la actitud característica correspondiente a los doce arquetipos zodiacales en los que se divide la humanidad.
La agrupación por tríadas se relaciona de este modo con los tres meses de cada estación, que giran, como en la presente pintura en torno al Cristo-Sol.
Aries corresponde a Simón, el primer apóstol comenzando por la derecha del espectador. Su actitud es guerrera, se exalta, proyecta las manos y la cabeza al frente. Destaca su cabeza, totalmente calva, por esta región es la que gobierna Aries, el signo de la acción, iniciador de la primavera.
Tauro–Tadeo, relacionado con la tranquilidad y la perseverancia, está intentando apaciguar al activo Simón, y muestra el cuello, la región que le corresponde. Su carácter tradicionalmente bondadoso queda patente en el aspecto que Leonardo le otorgó, muy similar a la clásica imagen de Dios-Padre.
Mateo–Géminis es el apóstol en apariencia más joven, y el signo del que se dice conserva siempre su rostro juvenil, algo también propio de los signos de aire en general. Asimismo rige los brazos que muestra claramente para relacionar este grupo con el siguiente, lo que es natural a este elemento.
Cáncer es Felipe, que adopta una postura maternal, de auto-protección y, curiosamente, muy parecida a la del cangrejo con sus pinzas. Rige el estómago.
Leo es Santiago el Mayor. Se dice que este apóstol es el «hermano del Señor» y tradicionalmente se le representa en facciones similares a Cristo. En este caso existe similitud incluso de gestos, pues Leo está regido por el Sol, que en el Cenacolo está representado por el mismo Jesús. El corazón, también asociado al Cristo, es el órgano que le corresponde.
Tomás representa la razón, es detallista y minucioso, y aquí lo vemos detenido en una actitud típicamente razonativa. Virgo, signo de tierra, es el más adecuado para el apóstol de la duda.
Cristo, en disposición triangular, asociado geométrica y numéricamente a la divinidad en todas las religiones, centra la composición como el astro rey es el punto central de nuestro sistema solar.
A Juan, el apóstol preferido de Jesús se le representa usualmente reclinado hacia el Señor. Aquí está inclinado, pero en dirección opuesta. Leonardo conocía la tradición pictórica pero la empleó a su modo para representar a Libra, signo venusino y femenino. Su actitud pasiva y dulce contrasta con la de su opuesto Aries-Simón.
Se sabe que Judas iba a ser representado originariamente al otro de la mesa. El artista cambió de parecer y lo dispuso en el lugar que vemos, en relación con Escorpio. El carácter traicionero del mordaz signo, cuyo centro de gravedad es el sexo, se relaciona aquí con Judas, que se retrae ante las palabras del Maestro.
El exaltado Sagitario corresponde a Pedro, que empuña su cuchillo en la diestra, presto a actuar. Signo de fuego, recordemos el pasaje del prendimiento de Jesús.
Andrés es Capricornio que inicia el invierno y su actitud es opuesta a Felipe-Cáncer. Ambos se auto-exculpan pero uno hacia adentro y otro hacia afuera. Este principio tiene que ver con la consideración astrológica de los opuestos como ambas caras de la misma moneda, es decir, como complementarios.
Acuario es el otro Santiago el Menor, precisamente el opuesto de Leo. La actitud de auto-suficiencia solar de éste (Santiago el Mayor no se relaciona con ningún otro apóstol), se convierte aquí en la total relación de Acuario: se apoya en Andrés y va a sujetar a Pedro.
Por último, Piscis, el último signo del Zodiaco, en Bartolomé, el más pasivo. Todo lo ve y asimila pero no participa, está por encima de todo lo que sucede: el eterno espectador. Su actitud es contraria a la de Tomás-Virgo, que no sólo participa y se involucra, sino que se pierde en detalles.
Aunque las partes del cuerpo que rigen a estos dos últimos grupos de apóstoles eran difíciles de destacar, parece ser que Bartolomé mostraba con bastante claridad los pies, como corresponde a Piscis.
En esta obra nada está dejado al azar, y el número como emblema de lo divino aparece en cada uno de los elementos que la constituyen:
-La Unidad está representada en el Cristo.
-La Trinidad la tenemos en las tres ventanas del fondo.
-El Cuaternario aparece en el número de ojos de cada grupo, que siempre es cuatro.
-El Santo Ocho nos lo recuerdan a ocho paneles de las paredes.
-El Septenario lo constituyen las siete vigas del techo, que se cruzan con otras siete para dar 49 uniones.
El Dodecanario son los mismos apóstoles, que unidos a su Maestro nos evocan el número trece, símbolo viviente de la muerte mística.
No se detiene aquí la sabiduría de esta obra, pues si trazamos un pentagrama musical sobre el diseño de las manos de los personajes, se obtiene una melodía, compuesta por el propio Leonardo.
Tengamos en cuenta que la corriente de sabiduría oculta de la Edad Media continuó su transmisión durante el Renacimiento. Leonardo fue gran amigo de un monje llamado Lúea Paccioli, en cuya obra De Divina Proportione expuso la doctrina pitagórica de la mística de los números. La llamada proporción áurea, presente en Egipto, la Antigüedad Clásica, la Edad Media Gótica y en las culturas orientales y precolombinas, es utilizada por Leonardo en el Renacimiento.
Esta proporción consiste en la relación existente entre las dimensiones de un cuerpo, de tal modo que éste resulte armonioso. Su presencia otorga inmediatamente una sensación de belleza ideal, y su utilización y aplicación al arte se mantuvieron en secreto, por considerarse sagrada, hasta la publicación del libro de Lúea Paccioli, que fue precisamente ilustrado por Leonardo.
La Santa Cena está diseñada siguiendo la «divina proporción», y eso le otorga su especial magnetismo, lo que unido al cúmulo de conocimientos que encierra, la convierten en una manifestación –puente- que nos conduce hacia el conocimiento profundo del ser humano.