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La calma interior

La calma interior

Extraído de “Cómo se adquiere el conocimiento”, Rudolf Steiner

Al comenzar sus estudios se conduce al discípulo hacia el sendero de la veneración y desarrollo de la vida interior.

La ciencia espiritual le ofrece, además, reglas prácticas cuya observancia le permite hollar ese sendero y desarrollar esa vida interior.

No son arbitrarias estas reglas prácticas; se fundamentan en experiencias y en una sabiduría antiquísima, y se imparten doquiera se enseñe el camino hacia el conocimiento superior.

Todos los verdaderos instructores de la vida espiritual están de acuerdo sobre el contenido de estas reglas, aunque se sirvan a veces de términos diferentes. La disparidad, secundaria y más bien aparente, procede de hechos que no es menester discutir aquí.

Ningún instructor de la vida espiritual pretende, mediante tales reglas, ejercer dominio sobre otras personas ni menoscabar su independencia. En verdad nadie sabe estimar y salvaguardar la independencia humana como los investigadores de la ciencia espiritual.

Ya hemos dicho en páginas precedentes que es espiritual el vínculo que une a todos los iniciados y que dos leyes naturales constituyen los broches que los mantienen unidos. Pero siempre que el iniciado deja su retiro espiritual para acercarse al mundo, recurre a una tercera ley. Es como sigue:

“Cuida cada uno de tus actos, cada una de tus palabras, de manera que respetes el libre albedrío de los demás”.

Al reconocer en los verdaderos instructores de la vida espiritual el respeto profundo de este principio, el discípulo comprende que su independencia no sufre merma alguna al seguir las reglas prácticas que se le ofrecen.

Una de las reglas primeras es la que puede expresarse aproximadamente en los siguientes términos del lenguaje corriente:

“Procura reservarte momentos de calma interior y aprende entonces a discernir lo esencial de lo secundario”.

Así es como puede expresarse esta regla práctica en términos del lenguaje corriente. Originalmente, todas las reglas y enseñanzas de la ciencia espiritual se daban por medio del lenguaje simbólico, lenguaje que necesitamos comprender previamente para captar las reglas en todo su significado y alcance.

Esta comprensión requiere, sin embargo, que se hayan dado los primeros pasos en la ciencia oculta, y que estos pasos se den mediante la estricta observancia de las reglas, tal como aquí se explican. El camino se halla despejado para todo aquel que posea una voluntad firme.

Sencilla es la regla que concierne a los momentos de quietud interior, y sencilla es también su observancia. Mas sólo tiene resultado si se cumple con seriedad y rigor. ¿Cómo hacerlo?

La práctica de esta regla lleva al discípulo a dedicar un breve tiempo a algo que no corresponde a su vida cotidiana. También el género de su actividad será completamente distinto de las tareas que llenan el resto de su jornada.

Esto no implica que no haya relación entre lo que haga en esos momentos de aislamiento y sus labores ordinarias. Al contrario: el hombre que se dedica a estos momentos en forma apropiada, no tardará en descubrir que, gracias a ellos, adquiere la fuerza cabal para sus quehaceres corrientes.

Tampoco hay que imaginar que la observancia de esta regla pueda mermar el tiempo necesario para los demás deberes.

Si verdaderamente no se dispone de más tiempo, cinco minutos al día bastarían. Lo importante es cómo se emplean.

Durante este tiempo, eso sí, es preciso abstraerse por completo de la vida que uno lleva diariamente.

El movimiento de los pensamientos y los sentimientos se observan de un modo completamente diferente.

Entonces se pasa revista ante la propia alma de todas las alegrías, todos los dolores, preocupaciones, experiencias y actividades.

 

Y para poder hacerlo, es preciso tener un punto de vista que le eleve a uno por encima del nivel en que todas esas cosas —alegrías, dolores, preocupaciones, experiencias y actividades— se experimentan habitualmente.

Piénsese hasta qué punto las cosas de la vida ordinaria se pueden ver distintas según sea usted u otra persona quien pasa por ellas. Y no podría ser de otra manera, porque uno está implicado con lo que siente, con lo que hace, mientras que lo que hace o experimenta otra persona únicamente se observa.

Ahora bien, en los momentos de aislamiento deberá uno esforzarse en encarar y juzgar los acontecimientos de la propia vida y las propias acciones como si no nos concernieran, como si fueran de otro.

Imaginemos que un desconocido recibe un terrible golpe del destino, ¿no es cierto que lo vemos de forma diferente a si el golpe le ocurre a alguien muy cercano? Nadie podría considerar injustificada una conducta semejante. Es algo que pertenece a la naturaleza humana. Y es lo mismo para casos excepcionales que para circunstancias ordinarias de la existencia.

El discípulo deberá buscar la   fuerza para observarse a sí mismo como si fuera un extraño; observarse a uno mismo con la serenidad de un juez.

Si lo logra, las vivencias personales se le aparecerán bajo una nueva luz.

Mientras que si se implicase en el suceso, le sería imposible distinguir lo esencial de lo que no lo es.

En cuanto se posee la calma interior que permite observar las cosas con distanciamiento y objetividad, lo esencial se presenta separado de lo accesorio.

Preocupaciones y alegrías, pensamientos, sucesos, decisiones, toman un aspecto completamente distinto para quién los contempla desde afuera.

Es como si hubiéramos pasado un día por un lugar, mirando lo más pequeño a la misma distancia que lo más grande y al atardecer ascendiéramos a una colina vecina para abarcar con una sola mirada todo el conjunto; entonces las proporciones recíprocas de todas las partes nos parecerían distintas a cómo las veíamos antes.

Al principio, no es posible lograr este desprendimiento frente a las vicisitudes presentes; pero con las pasadas el discípulo si debe esforzarse por lograrlo.

El valor de tal introspección tranquila no depende tanto de qué es lo que uno perciba, sino de saber encontrar dentro de sí la fuerza que desarrolla tal quietud interior.

Es que cada ser humano, al lado de lo que podríamos llamar el “hombre cotidiano”, lleva en su interior un hombre superior, que permanece oculto hasta que se le despierta; y solamente cada uno en lo personal puede despertarlo dentro de sí.

En tanto esto no se logre, persisten ocultas las facultades superiores latentes que conducen al conocimiento suprasensible.

Es, pues, fundamental la paz interior y mientras no se sientan sus efectos, es necesario perseverar en la observación formal y estricta de la regla enunciada.

Para toda persona que así proceda, un día llegará en que le circundará la luz espiritual y en que verá desplegarse un mundo completamente nuevo, con una mirada nueva.

Ningún cambio debe ocurrir en la vida exterior del discípulo por el hecho de comenzar a observar esta regla. Seguirá cumpliendo sus deberes como antes, continuará sufriendo al principio las mismas tribulaciones y gozando los mismos placeres.

De ninguna manera se apartará del vivir cotidiano; por el contrario, durante el resto del día podrá dedicarse más eficazmente a ese vivir, porque en sus instantes de recogimiento alcanza una vida más elevada.

La cual, poco a poco, comenzará a ejercer su influencia sobre la existencia ordinaria.

El hombre entero se tornará más sosegado; adquirirá más acierto en todos sus actos y ya no se dejará turbar por cualquier incidente.

Paulatinamente el novicio llegará a tomar él mismo la dirección de su existencia en vez de ser dominado por las circunstancias y las influencias exteriores.

Pronto notará qué fuente de vigor representan para él esos instantes de aislamiento.

Comenzará a no enojarse por cosas que antes le irritaban; dejará de inspirarle temor lo que antes se lo producía; adquirirá una concepción de la vida enteramente nueva.

Antes, no emprendía determinadas tareas sin una secreta aprehensión. Se decía a sí mismo:

“Nunca seré capaz de hacer esto como desearía hacerlo”.

Ahora, un pensamiento semejante ya no se le pasa por la mente; por el contrario, se dice:

“Reuniré todas mis fuerzas para llevar a cabo mi tarea tan bien como sea posible”.

Supera las dudas que en otro tiempo le debilitaban. Y es que, efectivamente, ahora sabe que el sólo temor de no estar a la altura de las circunstancias le paralizaba; en el mejor de los casos, no ejercía precisamente una buena influencia sobre su actividad.

De este modo, se van deslizando sucesivamente pensamientos fecundos y provechosos que sustituyen los que anteriormente le estorbaban y debilitaban.

Y la persona comienza a saber dirigir su barca de una manera segura, en lugar de dejarla ir a la deriva, a merced del empuje de las olas.

Esta calma y esta serenidad reaccionan sobre el ser entero y favorecen el crecimiento del hombre interior y, con él, el desarrollo de las facultades internas que le conducen al conocimiento superior. Caminando en esta dirección, el discípulo llegará poco a poco al punto de poder determinar por sí mismo la acción que sobre él deben ejercer las impresiones externas.

Por ejemplo, alguien le dice unas palabras con intención de herirle, de molestarle, de irritarle; y no cabe duda de que sí le hubiese dicho lo mismo antes de haber seguido una disciplina interior, se habría sentido herido, molesto o irritado.

Pero desde que sigue el sendero del ocultismo, se encuentra en disposición de desproveer a esas palabras de su matiz hiriente, molesto o irritante, antes de que penetre en su interior.

Otro ejemplo; una persona se impacienta con facilidad cuando tiene que esperar. Pero, he aquí, que comienza su aprendizaje interior.

Entonces empieza a darse cuenta de la inutilidad de sus enervamientos, y esta idea se le impone con tal fuerza en los momentos de calma, que ante un hecho del día que normalmente le produciría impaciencia, también se le hace presente.

En consecuencia, el enervamiento que comenzaba a despuntar se extingue y aquellos minutos que en otras circunstancias hubiese pasado estúpidamente rumiando pensamientos causantes de su nerviosismo, los puede usar provechosamente en otro tipo de observaciones o pensamientos fructíferos.

Reflexionad sobre el alcance de todo cuanto acabamos de decir.

Recordemos que dentro del ser humano el “hombre superior” se encuentra en constante evolución; pero que sólo la calma y la serenidad descritas hacen posible un desenvolvimiento ordenado.

Los vaivenes de la vida externa cohibirán por todos lados al ser interior, si el hombre, en vez de ser el dominador de la vida, se dejará dominar por ella. Sería como una planta que creciera entre las grietas de una roca: languidecerá hasta que se le dé más espacio.

Para el ser interior no existe fuerza externa alguna que pueda darle este espacio; sólo puede lograrlo por la quietud interior que él mismo proporcione a su alma.

Las circunstancias exteriores sólo pueden modificar su situación exterior; jamás despertar al “hombre espiritual” interno. El estudiante de ocultismo debe engendrar en sí al hombre nuevo por medio de su trabajo interno.

Una vez nacido, el hombre superior toma en sus manos el timón y dirige con seguridad el comportamiento del ser exterior. Cuando era éste el que gobernaba la barca, el hombre interior era su esclavo y, evidentemente, no podía expandir sus fuerzas; porque, mientras que una intervención externa pueda irritarme, no puedo decir que yo sea dueño de mí mismo o, por mejor decir, no se puede decir que haya logrado mi propio dominio.

Debo desarrollar la facultad de no dejarme impresionar por el mundo exterior más allá de los límites que yo mismo haya fijado. Solamente entonces podré convertirme en un discípulo.

El discípulo no puede alcanzar su meta más que si busca conscientemente esta fuerza. Y lo esencial no es que alcance su objetivo en un tiempo determinado, sino sólo que tienda hacia él con perseverancia. Muchos han luchado y perseverado durante años sin notar en sí ningún cambio apreciable; los que no han desesperado, los que no se han dejado ofuscar, se han encontrado en un determinado momento, de golpe, con que habían logrado la victoria interior.

Sin duda en muchas situaciones concretas de la vida es necesaria una gran energía para conseguir esos instantes de quietud interior.

Pero cuanto mayor sea el esfuerzo necesario, tanto mayor será el resultado obtenido.

En este terreno, todo depende de la siguiente condición: saber situarse enérgicamente frente a sí mismo como un extraño, para observar el comportamiento propio en su conjunto, con entera buena fe y sinceridad.

Mediante la descripción del nacimiento del propio ser superior no se ha descrito sin embargo más que un aspecto de la actividad interior.

Es necesario añadir todavía otra cosa. Cuando uno se sitúa frente a sí mismo como frente a un extraño, no se considera todavía más que a sí mismo. Se vuelve a ver lo que se ha vivido y realizado, en el medio en el que uno se desenvuelve.

Es completamente necesario elevarse hacia una esfera globalmente humana que no dependa ya de una posición personal.

Es preciso alcanzar el nivel de lo que le concierne a uno como ser humano en general, como si se llevase otra existencia distinta en condiciones completamente diferentes. Es así como llega a emerger una visión de las cosas que sobrepasa el condicionamiento personal.

Llegado este momento dirige su mirada hacia mundos más elevados que aquellos con los que la vida cotidiana le pone en contacto. El hombre comienza así a sentir y a darse cuenta de que pertenece a tales mundos superiores, acerca de los cuales nada pueden enseñarle sus sentidos ni sus ocupaciones cotidianas.

En adelante, es en su vida interior donde coloca su centro de gravedad.

Escucha entonces la voz que le habla en los momentos de calma y cultiva en sí las relaciones con el mundo espiritual. Se abstrae del medio exterior, cuyo ruido ya no le alcanza. Todo se torna silencioso a su alrededor. Aparta de sí los pensamientos que le recordarían las impresiones exteriores.

En sus adentros, se colma de esta “apacible contemplación interior”, de este diálogo con las realidades del espíritu.

Una tal contemplación silenciosa debe convertirse en algo natural, en una necesidad vital para el investigador.

Al principio, se encuentra enteramente sumergido en un mundo de pensamientos.

A continuación debe experimentar, en esa calma interior, un vivo sentimiento.  Debe aprender a amar lo que el espíritu derrama dentro de él. Comienza a hablarle en medio del silencio.

Con anterioridad, los sonidos no le llegaban más que desde el exterior, a través de los oídos; ahora resuenan dentro de su alma, un lenguaje interior —un verbo interior— se abre a él. Cuando vive por primera vez uno de tales momentos, se siente colmado de alegría. Sobre todo cuanto le rodea se expande la luz interior. Comienza, puede decirse, una segunda existencia. Un torrente de fuerzas divinas, de bienaventuranza, le inunda.

Esta vida interior que se va desenvolviendo gradualmente hasta convertirse en una vida espiritual, se llama en la gnosis y en la ciencia oculta meditación, es decir, reflexión contemplativa.

Esta meditación es el medio para la adquisición del conocimiento suprasensible.

Mas en tales momentos el discípulo no debe abandonarse al goce de sentimientos; no debe tener en su alma emociones vagas, con lo que sólo impediría la adquisición del verdadero conocimiento espiritual. Sus pensamientos deben ser claros, concisos, definidos.

En este esfuerzo encontrará apoyo si, en vez de apegarse ciegamente a los pensamientos que le vienen a la mente, se satura con los pensamientos elevados que hombres avanzados, y ya poseídos por el espíritu, han concebido en tales momentos.

Debe tomar como punto de partida los escritos que tienen su origen en semejante revelación obtenida por la meditación, y que se encuentran en la literatura mística, gnóstica, o en la literatura de la ciencia espiritual contemporánea. En ellas se le ofrece material para su meditación. Los mismos investigadores del espíritu han consignado en tales escrituras los pensamientos de la ciencia divina; el espíritu los ha proclamado al mundo por medio de sus mensajeros.

Mediante estas meditaciones se produce una transformación completa del discípulo. Comienza a formarse conceptos completamente nuevos acerca de la realidad. Todas las cosas adquieren para él un valor nuevo.

Nunca se insiste suficientemente en que esta transformación no convertirá al discípulo en un extraño a la vida; en ningún caso lo alejará de sus deberes cotidianos. El discípulo comprenderá que la acción más trivial que tenga que llevar a cabo, la experiencia más insignificante que le acontezca, están ligadas con los grandes seres y acontecimientos cósmicos. Una vez que esta conexión se le ha revelado claramente en sus momentos de contemplación, se entrega a sus ocupaciones diarias con nueva y mayor energía, porque ahora se da cuenta que sus labores y sus sufrimientos son padecidos en aras de una gran totalidad cósmico-espiritual.

Fuerza para la vida y no lasitud, es lo que nace de la meditación.

El discípulo atraviesa la existencia con paso seguro. Se mantiene erguido sea cual fuere lo que ella le traiga.

Antes ignoraba por qué trabajaba o sufría; ahora sí lo sabe. Es obvio que esta actividad meditativa conduce más seguramente a la meta si se practica bajo la guía de personas experimentadas, que conozcan por ellas mismas la mejor forma de obrar. Búsquense, pues, el consejo y las instrucciones de tales guías, con lo que realmente no se pierde la libertad. Lo que de otra manera no sería más que andar a tientas, se convierte bajo tal dirección en un trabajo preciso.

Quienquiera que acuda a quienes tengan conocimiento y experiencia en estas materias, no tocará nunca en vano su puerta. Debe tenerse presente que se busca sólo el consejo de un amigo y no el despotismo de una persona que aspire a dominar. Siempre se comprobará que los que verdaderamente saben son los más modestos, y que nada hay más ajeno a su naturaleza que la llamada ambición de poder.

Cuando por medio de la meditación el hombre se eleva a lo que le une al espíritu, comienza a vivificar aquello que es eterno en él y que no está limitado por el nacimiento y la muerte. Sólo pueden dudar de tal Ser eterno los que no lo han experimentado.

La meditación es, pues, el camino que conduce al hombre al conocimiento, a la contemplación de su esencia eterna e indestructible; y sólo mediante la meditación puede llegar a tal conocimiento.

El gnosticismo y la ciencia espiritual hablan de la eternidad de esa esencia y de su reencarnación.

Muchas veces se pregunta, ¿por qué el hombre no sabe nada de sus experiencias más allá del nacimiento y de la muerte? No es así como debiera formularse la pregunta, sino, ¿cómo se puede adquirir tal conocimiento?

En la meditación adecuada se ofrece el camino. Mediante ella se revive la memoria de experiencias que trascienden los límites del nacimiento y de la muerte.

Cada uno puede adquirir ese saber; cada uno posee latente la facultad de conocer y de contemplar por sí mismo lo que enseñan el misticismo genuino, la ciencia espiritual, la antroposofía y el gnosticismo.

Sólo hay que elegir los medios adecuados.

Un ser dotado de ojos y de oídos puede percibir los colores y los sonidos, pero incluso el ojo no podría percibir nada si faltara la luz que hace visibles los objetos.

La ciencia oculta suministra los medios para desarrollar los ojos y oídos espirituales y para encender la luz espiritual.

Los medios de la disciplina espiritual se pueden designar como de tres grados:

(1) Probación, que desarrolla los sentidos espirituales.

(2) Iluminación, que enciende la luz espiritual.

(3) Iniciación, que establece el contacto con las altas realidades del espíritu.