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La alquimia

La alquimia

La alquimia según la ciencia oficial, se define a la alquimia como:

– «…Conjunto de especulaciones y ex­periencias generalmente de carácter eso­térico relativas a las transmutaciones de la materia, que influyó en el origen de la ciencia química».

– Tuvo como fines prin­cipales la búsqueda de la piedra filosofal y de la panacea universal. Tuvo destaca­dos y célebres seguidores durante la Edad Media. Se supone que tuvo su origen en Egipto y Asia Menor y habría sido introdu­cida en Europa por los árabes y los judíos.

– Transmutación maravillosa e increí­ble.- Disciplina experimental, precursora de la moderna ciencia química que, por medio de un elemento desconocido y maravilloso llamado «piedra filosofal», pretendía la transmutación de los metales en oro y la consecución de la panacea universal, o elixir de la eterna juventud.

En Europa tuvo su momento de floreci­miento durante la Edad Media…»

Tam­bién nos dice:

Los herméticos, o cultivadores de este arte sagrado de Hermes, son en realidad herederos del concepto aristotélico de la unidad de la materia, según el cual una sola materia original se reviste con distin­tas formas (accidentes), que son los que la especializan en los distintos tipos de realidad. De ahí la idea de transmutar unos accidentes en otros, lo que en el caso de los metales implicaría que, mediante la manipulación de las formas (co­lor, peso, brillo, dureza…), podría provocarse un proceso de perfecciona­miento hacia materias cada vez más no­bles, tendencia implícita también en la doctrina aristotélica, que afirma la ten­dencia de todas las cosas hacia su perfec­ción.

Pero la alquimia prometía además a sus practicantes un beneficio adicional: el elixir de la larga vida, una tintura que sanaba el organismo de cualquier enfer­medad, incrementando de modo asom­broso sus potencias físicas.

El alquimista parte de la creencia de que todos los metales están compuestos de mercurio y azufre, aunque en diferen­tes proporciones. El objetivo ansiado es la consecución de la «piedra filosofal», también llamada, «el gran magiste­rio», «precioso elixir», «tintura», «quintaesencia», la cual, por simple contacto con los metales fundidos, los transmutaría en oro.

Pero la alquimia se distingue además de las modernas ciencias por servirse de un lenguaje alegórico-simbólico que nos la presenta no sólo como una técnica encaminada a descubrir fenómenos natu­rales o a la experimentación con los ele­mentos físicos, sino como un camino hacia la interioridad, una vía de conocimiento místico y metafísico, inseparable­mente unida con la realidad física.

No podría ser de otro modo, teniendo en cuenta que el alquimista no se limita a asistir como espectador al tránsito de la materia hacia su propia perfección, sino que intenta influir en este proceso eri­giéndose así en sustituto del tiempo. Gra­cias a la soñada «piedra filosofal», se sitúa en otra dimensión de la existencia en la que de nada sirve el lenguaje conven­cional de las ciencias. Se hace así necesa­rio recurrir a un lenguaje simbólico e impenetrable para los no iniciados, pues el lenguaje convencional se revela como insuficiente para transmitir la idea de lo esencial. Si el objetivo de un maestro alquimista es expresar lo indecible la vía no puede describirse por medio de pala­bras, tan solo puede ser imperfectamente sugerida por medio de imágenes simbóli­cas. Algunas de estas imágenes útiles para interpretar los grabados alquímicos son:

– El ángel: Sublimación, ascensión de lo volátil.

– El hombre y la mujer: Azufre y mer­curio

– La corona: Símbolo de la perfección metálica.

– El matrimonio: Unión del azufre y el mercurio.

– El niño: Símbolo de la piedra filosofal.

– La rosa: Según su color denota un momento particular en el proceso de la obra.

– La salamandra o el dragón entre llamas: Fuego.

– El sol: Oro filosófico.

– El triángulo: Los tres principios fundamentales (azufre, mercurio y sal).

– Venus: Cobre.

– El huevo: Matraz especial en el que se encerraba la materia durante la trans­mutación.

La alquimia se presenta al hombre moderno como una disciplina de aspecto y limites confusos. Puede parecer una fase experimental pre-científica, debido a su falta de sistematicidad y a lo impenetra­ble de su lenguaje, pero lo citado es que los alquimistas lograron no pocos descubrimientos gracias al carácter experimen­tal de sus actividades. En este sentido, la actitud del filósofo inglés Francis Bacon, expresada en su «Novum Organum» re­sulta proto-típica: Bacon refiere la fábula del padre que dejó a sus hijos una here­dad asegurándoles que en ella se escon­día un tesoro. Los hijos removieron toda la tierra del campo sin encontrarlo, pero a cambio el campo resultó ser después mucho más fértil y éste fue el verdadero tesoro. Así, los experimentos alquímicos, si bien no parecen haber dado los frutos soñados, si allanaron el camino de las ciencias experimentales modernas.

La alquimia tuvo, desde luego, su par­te de falsedad, fraude y engaño, como cabía esperar de una disciplina tan asistemática. Fueron numerosos los píca­ros que se aprovecharon de la codicia o de la ignorancia de las gentes para conse­guir favores y riquezas. Por otra parte abundan también los casos de estudiosos serios, aunque desafortunados, que in­cluso perdieron la vida por no conseguir el ansiado oro filosofal para los podero­sos de cuyo favor habían disfrutado.

En cualquier caso, no todo fue superchería: A las experiencias alquímicas les debe­mos el descubrimiento de técnicas que luego resultarían inmensamente útiles para las ciencias positivas, como los mé­todos para el refinado de diversos meta­les, la destilación alcohólica, la sublimación de sustancias como el sulfuro y el arsénico blanco…

A Raimundo Lulio le debemos el descubrimiento de la acetona, y a Paracelso el conocimiento de los efectos fisiológicos de diversos meta­les.

Historia de la Alquimia.

Hacia el año 200 antes de Cristo, Zósimo de Panópolis redactó una enci­clopedia de alquimia. Por él sabemos que en Egipto se practicaba esta disciplina bajo vigilancia real y sacerdotal y que no se permitía publicar ningún resultado. Zósimo se atrevió a violar estas prohibi­ciones. Hoy sabemos que en el Egipto de los faraones los metalúrgicos conocían el modo de obtener hierro y cobre, así como el de contrastar el oro y la plata. Parece que en la misma época se practicaban en China unas disciplinas parecidas. En el mundo islámico la alquimia conoce un gran florecimiento, con figuras como Harún al Raschid, tan citado en Las mil y una noches. Sin embargo no llegará a occidente hasta el siglo Xll, gracias a las expediciones de los cruzados.

El primer libro de alquimia escrito en Europa es obra del inglés Robert Chester, y data de 1144, aunque en realidad es una redac­ción en latín de un tratado árabe sobre la piedra filosofal. Inmediatamente, empe­radores y reyes, como Enrique IV de In­glaterra o Christian IV de Dinamarca se interesan por las posibilidades de riqueza que ofrece la alquimia, y contratan a los más reputados alquimistas de la época a su servicio. A Alberto Magno, el «Doctor Universal» se le atribuyen numerosos es­critos sobre la disciplina hermética.

Parece que la península ibérica tuvo un papel importante en la recepción y posterior difusión de la alquimia, debido a la dominación árabe. Destacan en la alquimia española las figuras de Raimundo Lulio y de Arnaldo de Vilanova, pero no son los únicos casos de interés por esta disciplina que podemos encontrar en nuestra historia. Alfonso X el Sabio re­prueba la Alquimia en un capítulo de sus Siete Partidas pero parece que ni él mis­mo fue capaz de resistirse a la atracción de la piedra filosofal, e incluso se le atribuyen varias obras sobre el arte transmutatoria. También es conocido el caso de don Enrique de Villena (1384-1434), cuya fama de mago perdu­ró después de su muerte hasta el punto de que Ruiz de Alarcón, Rojas Zorrilla, Quevedo, Hartzenbusch lo convierten, pasados los siglos, en protagonista de alguna de sus obras. Fernando el Católico y hasta Felipe II tomaron alquimistas a su servicio. A este último dedica su obra «Breve tratado intitulado de alchimia» el alquimista Pedro Stenberg. La alquimia española evoluciona a finales del XVII hacia las ciencias positivas de la farmacopea y la medicina, como ocurre también en el resto de Europa.

El interés de los estudiosos por las disciplinas alquímicas fue decreciendo en el siglo de Lavoisier, pero no murió del todo. Hasta 1819 existió la sociedad her­mética de Westfalia, cuyo fin era el de recopilar las aportaciones de sus socios acerca de las experiencias alquímicas.

La alquimia es tan antigua como el hombre mismo. La encontramos plasma­da en los templos sagrados del viejo Egipto y siempre aparecen en las ense­ñanzas de los Iniciados que a lo largo de la historia han existido.

En la edad Media, los alquimistas, siempre celosos de develar los sagrados misterios de la naturaleza y de la divini­dad, ocultaban la esencia de la alquimia, expresando un lenguaje alquímico confu­so e incomprensible para aquellos que no estaban preparados para recibir los mis­terios iniciáticos. Eran otras épocas, esta­ba absolutamente prohibido revelar la clave de todos los enigmas. Clave que, transmitida a través de un juego oscuro de palabras y conceptos, ni los más brillan­tes intelectuales alcanzaban a compren­derla.

Mas ahora, en estos tiempos de mo­dernismo, de la bomba atómica y de la confusión total de la humanidad, el V.M. Samael Aun Weor consciente de los destinos que aguardan a esta «civilización» rasgando el velo del misterio, entre­ga sin ningún reparo la llave secreta de la verdad, de la gran realidad: el gran Arca­no.

El gran Arcano, el Arcano A.Z.F., es la mágica puerta que conduce hacia la re­dención del ser humano. Puerta que se ha abierto para los valientes, para aquellos, revolucionarios del espíritu que, anhe­lantes de la más pura espiritualidad, sien­ten que sus corazones los impulsan a trascender los dogmas, la mecanicidad de este mundo, para remontar el vuelo, convertidos en áureos pájaros Fénix, ha­cia el inalterable infinito. La meta: la mis­ma divinidad.

Ha llegado la hora de que compren­damos que la alquimia es una ciencia ciento por ciento esotérica, que el alqui­mista no es un hombre encerrado entre tubos de ensayo, probetas y matraces. El alquimista es un iniciado, que, trabajan­do en su propio laboratorio interior, tiene un solo objetivo: realizar el Magnus Opus, la gran obra. Debemos entender que la gran obra es un proceso iniciático, que lo podemos vivir en nuestro interior psico­lógico y espiritual, y cuya culminación es el niño de oro de la alquimia, la resurrec­ción del Cristo interior profundo dentro de nosotros mismos, aquí y ahora.

Con la castidad, se ha confundido su significado, pues siendo una castidad cien­tífica, por estos tiempos de modernismo lo confunden con el celibato que es muy diferente y perjudicial para la salud hu­mana, causando al ser humano grandes desarreglos y enfermedades de todo tipo, La castidad científica es muy diferente llamada también transmutación o ciencia de la transmutación. En Brown-Sequard (Italia) hubo un sistema que le llamaban «carreza», que no es sino el mismo arca­no A.Z.F.

La Biblia es de aspecto alquimista, al igual que el Corán y muchos libros sagra­dos de la historia, pero que si uno no es esoterista no los entiende.

Moisés, Hermes, Krishna, Buda, Jesús, fueron entre otros unos grandes magos alquimistas, ya que trabajaron con el fue­go y el agua.

El nombre de Moisés quiere decir «salvado de las aguas», significa que ha­bía sido bautizado, que hacía los trabajos alquímicos, y gracias a las aguas alquímicas estaba siendo salvado.

En la edad media los alquimistas tra­bajaban en secreto y de forma velada, debido a que era una época donde la inquisición, perseguía todo lo que no fuera de origen católico.

La alquimia es el trabajo en la forja de los cíclopes, también su símbolo es la gran obra, la cual hemos de realizar den­tro de nosotros. El trabajar con el mercurio seco, significa la eliminación de los demonios rojos de Seth, y el que hay que realizar con el azufre arsenicado, es el de disolver nuestro fuego infrasexual o pa­sional.

El oro sale del mercurio, que simbo­liza la transmutación y las aguas.

El trabajo en la gran obra, y la elimi­nación de los agregados psicológicos nos lleva entre muchas otras virtudes, al elixir de la eterna juventud o la “piedra filosofal” que representa a nuestro Real Ser Inter­no.

Santiago el «Mayor» es el patrón de la alquimia. Muchas catedrales de todo el mundo tienen su simbolismo alquímico.

Antes de que viniese Jesús el Cristo al mundo, el bautismo ya existía, siendo este un sacramento muy antiguo y un pacto alquímico.

La verdadera alquimia no exige labor mecánica, consiste en la purificación del alma y la transmutación del hombre ani­mal en un ser divino. Una de las transmutaciones que debemos hacer den­tro de nosotros, es la transmutación del plomo de la personalidad, en el oro puro del espíritu.

El alquimista necesita un Atanor para trabajar en la gran obra, ese Atanor es la mujer. Es imposible ser un buen alqui­mista sino se trabaja en la piedra filosofal.