EL MUNDO DE LOS SONIDOS
Con toda probabilidad, el sonido es una de las primeras impresiones que percibirnos en nuestra vida, pues, incluso antes de nacer, nos llegan sonidos a través de nuestra madre.
El sonido se produce cuando, al golpear un objeto, al hablar o silbar, hacemos vibrar un cuerpo. Esta vibración se transmite a otras partículas y avanza hasta que la percibimos, bien por el oído en el caso de propagarse por el aire, bien por la piel (terminaciones nerviosas).
Las ondas sonoras sólo pueden producirse y propagarse en un medio elástico; el sonido no se transmite en el vacío. El agua y los metales son mejores transmisores del sonido que el aire; en éste, cuando la temperatura es de 20° C, viaja a una velocidad de 340 m/s. (y a velocidades distintas si la temperatura varía); cuando en el agua y en el hierro lo hace a 1500 m/s. y 5000 m/s. respectivamente.
Las cualidades que caracterizan y distinguen a los diferentes sonidos son su intensidad, su tono y su timbre, y las tres estarán relacionadas con las características de las ondas sonoras como fenómenos ondulatorios que son.
La intensidad es la «fuerza» con que percibimos un sonido. La intensidad de los sonidos es directamente proporcional a la amplitud de las ondas sonoras.
El tono depende de la frecuencia de la onda sonora, así, las frecuencias bajas corresponden a sonidos graves, y las altas dan lugar a sonidos agudos. Al pulsar una cuerda de guitarra, por ejemplo, obtendremos sonidos graves si la longitud de la cuerda es grande, y agudos, si acortamos la longitud de la cuerda. La diferencia física entre unos y otros está en que la longitud de cuerda grande vibra más lentamente que cuando es corta.
La rapidez con que vibra la cuerda, es su frecuencia o número de veces que oscila por segundo.
Ya Pitágoras, observó que si se hacía sonar a la vez varias cuerdas, el sonido que producían resultaba agradable si la relación entre sus longitudes era un número sencillo (2, 1/2, 3, 1/3,…). El sonido resultaba desagradable si esta relación era complicada (126/81, por ejemplo. Así clarificó estos sonidos compuestos como acordes (agradables) o discordes (desagradables).
El timbre nos da la calidad del sonido y nos permite distinguir entre dos focos emisores que emiten la misma nota. No es igual un «DO» de piano que un «DO» de trompeta; la diferencia entre uno y otro está en el timbre. Esto ocurre porque los sonidos no son totalmente «puros», es decir, están constituidos por un sonido fundamental entre una serie de otros sonidos que se dan simultáneamente sobre el sonido básico. Estos sonidos son los armónicos, que no son claramente audibles porque su intensidad es menor que la de la nota fundamental, pero que determinan la calidad de ésta.
Lo que nos ayuda a distinguir entre la calidad o timbre de un oboe y una trompeta, por ejemplo, es la diferente intensidad en los armónicos que vibran sobre la nota que en realidad suena.
Por el oído, los sonidos entran a formar parte de nuestro mundo interior. Resulta asombroso ver la delicada disposición y refinado funcionamiento de los complejos mecanismos que forman este pequeño órgano. Es sorprendente el maravilloso servicio que nos presta.
El oído es un órgano sensorial, que, además de percibir los sonidos, informa de la disposición del cuerpo en el espacio y los movimientos, por medio de mecanismos y órganos especializados para cada función. Vamos a ver, muy escuetamente, cómo es la función auditiva.
El oído se estructura así:
–El oído externo: Consta de dos partes fundamentales que son el pabellón auricular o lo que corrientemente llamamos oreja, y el conducto auditivo. Este es un conducto de unos 24 milímetros de profundidad, casi cilíndrico, dirigido horizontalmente hacia delante; su porción inicial es cartilaginosa, y más hacia el interior penetra en el espesor del hueso temporal; el fondo del conducto se halla cerrado por el tímpano. Este separa el oído externo del oído medio.
–El oído medio: Es la cavidad horadada en el hueso temporal, y cerrada por la membrana del tímpano, aunque no aislada del aire exterior al comunicarse, ésta cavidad, con la faringe mediante la trompa de Eustaquio.
La membrana del tímpano es fina y delicada, a ella se unen unos huesecillos (martillo, yunque y estribo) que se articulan entre sí, formando una cadena de transmisión, que lleva el sonido al oído interno.
–El oído interno: Su forma es tan complicada que recibe también el nombre de laberinto. Se halla en el seno del hueso temporal formando una cavidad en cuyo interior se encuentran las estructuras blandas que forman los órganos de los sentidos auditivo y del equilibrio.
Alrededor de estos órganos y envolviéndolos hay un líquido, la perilinfa, semejante al que existe en el interior de los mismos, denominado endolinfa.
La parte especializada en el sentido del oído es un conducto, que recibe el nombre de cóclea o caracol, enrollado en forma de espiral (de ahí su nombre). En este hay una membrana que contiene la estructura sensible a las vibraciones llamada órgano de Corti, formada por más de 20.000 células sensoriales.
Las células tienen unos pelos o cilios rígidos (pelos acústicos) inmersos en la endolinfa.
Cuando un sonido llega al oído hace vibrar la membrana del tímpano, que pone en movimiento la cadena de huesecillos del oído medio. Este movimiento o vibración, hace oscilar el líquido mencionado (perilinfa y endolinfa), produciéndose como un oleaje dentro del oído interno que estimula los cilios de las células del órgano de Corti. El desplazamiento de los extremos libres de las células sensoriales produce un impulso eléctrico que discurre a lo largo del nervio auditivo hasta llegar al cerebro, donde es interpretado como sonido. Más no todos los sonidos son audibles para el hombre. Los infrasonidos y los ultrasonidos, son sonidos por debajo y por encima de nuestra capacidad auditiva.
El oído humano sólo puede captar frecuencias que fluctúan entre los 16 Hertzios (ciclos por segundo) para los sonidos más graves, y 20.000 Hertzios para los sonidos más agudos.
Los ultrasonidos, aunque inaudibles, nos afectan de múltiples maneras. Las frecuencias extremadamente altas, que fluctúan de centenares o millares de millones de ciclos por segundo, pueden percibirse en forma de calor en la piel, por lo que se denominan térmicas.
Los insectos, por ejemplo, pueden oír sonidos más agudos, de mayor frecuencia que los que puede percibir el oído humano. De ahí que se fabriquen mecanismos electrónicos muy sencillos que emiten por medio de un altavoz frecuencias elevadas (50.000 ciclos por segundo o más) y así ahuyentar los insectos (mosquitos y moscas) de un recinto o habitación, sin que afecte al oído humano.
La intensidad sonora se mide en física con la unidad del decibelio. El umbral de la audición se sitúa en los cero decibelios; el umbral del dolor comienza más allá de los 130 decibelios (ruido producido por aviones a reacción, martillos neumáticos, etc.); siendo a partir de los 70 dB, el campo de ruidos con incidencias fisiológicas y psíquicas graves posibles (es el ruido causado por una voz chillona, el producido en una calle ruidosa, el ladrido de un perro, etc.). Los seres vivos pueden morir si se les expone a sonidos por encima de los 150 decibelios.
En las modernas sociedades del desarrollo industrial, el gran número de vehículos y medios de transporte, etc. nos coloca en la zona límite (80 dB), a partir de la cual el ruido empieza a ser perjudicial para la salud. Son dañinos aquellos ruidos que alcancen un nivel de intensidad, o en los que se supere un cierto tiempo de exposición.
Los daños no sólo se producen en el oído, sino que también pueden aparecer trastornos de carácter fisiológico y psíquico, tales como aumento de la tensión muscular, cefaleas, miedo, angustia, irritabilidad, insomnio, tensión nerviosa, etc.
Se ha comprobado que la capacidad intelectual y la habilidad manual disminuyen en un ambiente ruidoso.
Como contrapartida tenemos la música, como elemento de simpatía entre los hombres y como elemento de armonía en la sociedad.
La música es una forma de expresión de íntimos sentimientos y estados anímicos superior a la misma palabra. Decía San Agustín:
«Si no puedes expresar con palabras lo inefable y no puedes callar, ¿Qué has de hacer sino jubilar (es decir cantar, danzar…) para que tu corazón se alegre sin palabras y para que la inmensidad de tu alegría no se encuentre limitada por las sílabas?»
Para los griegos -opina E. Schuré- era la música, el aliento divino que penetraba y ennoblecía toda su vida… Ella presidía la educación de los jóvenes… De ella dimanaban la gracia de los movimientos, las palabras armoniosas y aquella especial serenidad que viene a ser como el reflejo de una vida superior.
La música, ha estado ligada a los hombres de toda época. Este atribuía a la música, al canto y al sonido poderes sobrenaturales.
Si nos remontamos en el tiempo para descubrir indicios sobre las formas musicales de nuestros antepasados, nos encontramos con rasgos totémicos-musicales.
El totemismo está lleno de ritmos y sonidos con los que los hombres intentan imitar al león, al águila, a la rana o a aquellos animales que eran origen de simbolismo y transcendencia para ellos, y lo hacían de tal manera que conseguían conectar con el espíritu grupal que mueve a estas familias de animales. La realización más completa de las imitaciones de animales se efectuaba, y aún hoy se efectúa, en las conocidísimas danzas con máscaras de animales. Así disfrazados, bailando y cantando, estos hombres primitivos se entusiasman y se enardecen poco a poco, y de tal manera llegan a identificarse con sus animales-tótem que a veces constituyen un verdadero peligro para los otros participantes. Pero es en este momento de éxtasis y de identificación máxima con su animal-tótem cuando dicen ser ellos mismos, y volverse leones, tigres, serpientes, águilas, etc., y recibir completa información del espíritu de este animal, cosa que tan solo pueden entrever si no llegan hasta este estado límite.
Cuando se llega a conectar tan íntimamente con los ritmos y el sonido de estos animales-totem pueden llegar a capturarse imágenes en forma de sonido que pueden transmitirse al subconsciente de aquellos que las escuchan y hacerse conscientes en nuestro interior como le sucedió con la «canción de la cigüeña» a Marius Schneider, colaborador del Instituto Español de Musicología y Director del Instituto de Etnografía Musical de Berlín, tal como lo narra en su libro El origen musical de los animales símbolos:
«Un día oímos cantar a algunos negros senegalenses La canción de la cigüeña. De esta canción no conocíamos sino el título. Durante las inacabables repeticiones de la canción anotamos su melodía y designamos en cada pasaje lo que después de algunas repeticiones empezamos a VER al ESCUCHAR la canción. Hemos de advertir que no hubo aviso previo por parte de los indígenas ni sospecha por la nuestra de que se trataba de música descriptiva. Con sorpresa vimos claramente el movimiento preparatorio del cuerpo de la cigüeña para volar, los movimientos de las alas y del cuello, el momento de partir, el vuelo y sus giros, el descenso, el querer posarse, el rebotar y el reposo final. Pedimos después a los cantores aclaraciones muy detalladas acerca de cuáles eran los movimientos representados en la canción y su situación exacta en el transcurso de la melodía. La correspondencia que existió entre sus explicaciones y nuestras propias anotaciones, fue en verdad sorprendente, por lo exacta. No hubo un solo error. Debemos añadir que si antes, por casualidad, alguien nos hubiera pedido detalles sobre el vuelo de la cigüeña, nos hubiéramos visto imposibilitados de hacerlo con tanta minuciosidad, ya que nosotros mismos estábamos asombrados de la exactitud de la multiplicidad de detalles que -aunque sólo por vía acústica- pudimos ver con extrema claridad.»
Esta visualización inmediata, explica el mismo Schneider, de los fenómenos acústicos la observamos también entre los baúles y bereberes, con tal fuerza, que cuando tocan la flauta y el tambor Ilegan a explicarse a través de la música descriptiva historias de sus antepasados o de sus símbolos contenidos en los ritmos musicales.
«En los pueblos primitivos era común que cada miembro tuviera una canción propia, ésta era una forma de oración y comunión personal con el Dios animista percibido en la Naturaleza. Se cantaba esta canción, aunque fuera la misma para dos o más miembros del grupo, con ritmos muy peculiares y personales, y ningún miembro podría usurparla en vida ya que se consideraba intromisión en la intimidad del otro; más, cuando el individuo moría, era muestra de cariño y evocación del mismo cantar esa canción con los ritmos particulares con que el difunto la cantara.»
El empleo de cantos mágicos o mantras es común y están muy extendidos, sobre todo en las culturas orientales.
Se ha comprobado que ciertos sonidos o mantras utilizados durante las prácticas de meditación, ejercen un poder mágico liberador de la conciencia, siempre, claro está, que haya una profunda concentración y haya fe por parte del practicante. En estas condiciones la conciencia se libera, aunque sea por breve tiempo, de ciertos elementos psicológicos que la tienen condicionada, y así tiene acceso a esa experiencia mística de lo Real, que en oriente se conoce con el nombre de Vacío Iluminador.
El que se atribuya al sonido un poder sobrenatural, es un hecho constatado por varios autores.
En la Biblia y otros libros Sagrados, encontramos que el sonido es el origen de todo y además el sustento de la Creación.
Hay quienes afirman, que los egipcios conseguían elevar las grandes moles de piedra, con la emisión de determinadas ondas o sonidos. El Maestro Samael Aun Weor explica, que los Atlantes, de los cuales procedían los antiguos egipcios, poseyeron un aparato llamado Desgravitador de Materia, mediante el cual enormes masas de piedras podían levitar en el espacio, desafiando las leyes físicas. A este respecto, existe entre las leyendas griegas el mito de Anfión, que era un Dios menor de la mitología griega y un experto músico. Quiso erigir las murallas de Tebas y para ello requirió la lira, a cuyo son, las piedras se movieron espontáneamente, ansiosas de oír mejor aquéllas notas divinas, y fuero colocándose mágicamente las unas sobre las otras.
La música, como decimos, tiene influencia sobre la psiquis y en general sobre todo el organismo, pues nos relaja, nos alegra, nos entristece, nos anima, etc. Hasta tal extremo que hay trastornos psíquicos o estados anímicos negativos en los que se utiliza la música como terapia, incluso en el antiguo Egipto, el jeroglífico que representaba la palabra música era el mismo que simbolizaba los conceptos de alegría y bienestar.
A lo largo de la historia, podemos encontrar numerosos ejemplos de terapias que tienen como fundamento la música.
David alivió la depresión del rey Saúl tocando el arpa. Durante el reinado de Isabel I de Inglaterra, el médico Thomás Champian curaba la depresión por medio de sus canciones.
Georg Friedrich Haendel decía que, con sus composiciones no pretendía divertir a sus oyentes, sino hacerlos mejores.
En estudios realizados a grupos de jóvenes estudiantes, se pudo constatar que, el rendimiento intelectual era mucho más importante en aquellos estudiantes que tenían la costumbre de escuchar música clásica (Mozart, Beethoven, etc.).
Una música armoniosa, además de favorecer la relajación tanto física como mental, facilita la concentración, nos descarga de preocupaciones y nos tranquiliza. Estas influencias afectan también a las plantas y a los animales.
En las plantas vegetales, se ha observado que aceleran el proceso de germinación y madurez al ser sometidas a determinadas frecuencias vibratorias. También se ha visto que prefieren la música clásica a la música rock.
En algunas granjas de vacas destinadas a la producción de leche incluyen en sus recintos altavoces que emiten música clásica, con lo que la producción de leche es mayor y además de mejor calidad.
Lamentablemente, vivimos en sociedades esencialmente ruidosas, a lo que hay que añadir la creación de música especialmente estridente e inarmónica que anula todo desarrollo del potencial psíquico (intelectual, emocional, espiritual), despertando en el hombre los valores infrahumanos y bajas pasiones.