El Instituto Pitagórico
Desde el primer instante en que las esencias de la humanidad entraron en los ciclos de retornos y recurrencias, de pérdida de sus facultades internas y desligamiento de la Mónada; desde el primer momento en que cada esencia anhela recuperar su divinidad perdida, la cantidad de peligros, por dentro y por fuera, que acechan para que este derecho no se ejerza, es casi interminable.
Los enemigos del Eterno son numerosos y todo aquel que intente aliviar el corazón de aquellos que anhelen el camino de regreso hacia el Ser mostrándolo con las claves de la Gnosis, que sepa que sus enemigos: internos y externos, se multiplicarán y harán todo lo posible por oponerse.
O, si no, reflexionemos, que hubiese sido de la humanidad si se hubiesen salvado de la quema los conocimientos guardados en la Biblioteca de Alejandría; que hubiese sido de la humanidad si los grandes Maestros, filósofos, alquimistas, poetas, políticos que intentando mejorar este mundo a través de la práctica del conocimiento y ya en sus mejores momentos, en los más álgidos, no hubiesen sido muertos por la mano asesina.
En esta recopilación vamos a mostrar una de las grandes labores que realizó un gran maestro: Pitágoras; que como tantos otros acabó su vida por causa de la envidia, la intolerancia y lo peor que le puede ocurrir al ser humano: la ignorancia.
Pitágoras soñaba con depositar en el espíritu humano los principios de una religión científica, siendo un transmisor de la sabiduría oriental.
En la ciudad de Krotón se fundó la Escuela Pitagórica. Su objeto era además de enseñar la doctrina esotérica a un círculo de discípulos escogidos, aplicar sus principios a la educación de la juventud y a la vida del Estado. Queriendo así transformar poco apoco la organización política de las ciudades.
Entre hombres y mujeres se contaban alrededor de 600 discípulos. Todos ellos formaban parte de las enseñanzas, pero cada uno de acuerdo a su sexo. Los hombres se reunían en el Templo de Apolo y las mujeres en el de Juno.
Practicaban la vida en común, en un edificio construido a propósito por los mismos crotonianos, que lo cedieron a Pitágoras. En el acceso al mismo se leía una inscripción bajo la estatua de Hermes que decía:
«Eskato Bebeloi» (¡Atrás los profanos!).
Sus enseñanzas eran transmitidas oralmente de Maestro a discípulo; no existe nada escrito sobre ellas.
Pero. ¿Cómo fue posible que Pitágoras pudiese fundar con financiación pública y privada tan magno instituto?
Los jóvenes de Krotón veían en Pitágoras la reencarnación de Apolo Hiperbóreo y se sentían cautivados, por ello el Senado de Krotón o «Consejo de los mil» se inquietó a causa de este ascendiente. Conminó a Pitágoras a que compareciese ante él y diese cuenta de su conducta y de los medios que empleaba para dominar los espíritus. Ello fue para él ocasión de desarrollar sus ideas sobre educación, y para demostrar que, lejos de amenazar a la constitución dórica de Krotón, no haría sino robustecerla. Cuando hubo ganado a su causa a los ciudadanos más ricos y a la mayoría del Senado, les propuso la creación de un instituto para él y para sus discípulos. Esta cofradía de iniciados laicos practicaría la vida en común, en un edificio construido a propósito, pero sin separarse de la vida civil. Aquellos de entre ellos que merecían ya el nombre de maestros, podrían enseñar las ciencias físicas, químicas y religiosas.
En cuanto a los jóvenes, serian admitidos a las lecciones de los maestros y a diversos grados de iniciación, según su inteligencia y su buena voluntad, bajo la vigilancia del jefe de la Orden.
Debían someterse a las reglas de la vida en común y pasar todo el día en el instituto, bajo la vigilancia de los maestros. Los que quisieran entrar decididamente en la orden, abandonarían su fortuna a un curador, con libertad de recuperarla cuando les pluguiese. Habría en el instituto una sección para las mujeres, con iniciación paralela, pero diferente y adaptada a los deberes de su sexo.
Aceptaron los crotonianos dicho instituto, lo llamaron el «Templo de las Musas», llegando a ser a un tiempo colegio educativo, academia de ciencias y una pequeña ciudad modelo, bajo la dirección de un gran iniciado. Y era mediante las ciencias y las artes reunidas, como se llegaba, poco a poco. a la ciencia de las ciencias, a la armonía mágica del alma y del intelecto con el Universo, que los pitagóricos consideraban como el Arcano de la filosofía y de la religión. La escuela pitagórica tiene para nosotros un interés supremo, pues fue la más notable tentativa de iniciación laica de su fecha, síntesis anticipada del helenismo y del cristianismo, injertó el fruto de la ciencia en el árbol de la vida de una forma ejemplar.
LA PRUEBA
El instituto estaba ubicado en lo alto de una colina. Disponía de grandes pórticos, hermosos jardines y un gimnasio.
Pitágoras era muy exigente para la admisión de novicios. Decía «que no todas las maderas eran buenas para tallar un Mercurio». Los jóvenes debían sufrir un tiempo necesario de prueba o ensayo. Presentados por sus padres o por sus maestros, se les permitía primeramente entrar en el gimnasio pitagórico, donde los novicios se entregaban a los juegos propios de su edad. Entonces se percataban de que no había allí gritos violentos, ni grupos escandalosos, ni vana exhibición de fuerza; sino grupos de jóvenes afables y distinguidos que les invitaban graciosamente a tomar parte en su conversación como si fuese uno de ellos. Se ejercitaban en la carrera y en el lanzamiento de jabalina y disco. También practicaban combates simulados en forma de danzas dóricas sin existir la lucha cuerpo a cuerpo por no desarrollar el orgullo y el odio, a favor de la fuerza y la agilidad.
Abriéndose así a los futuros adeptos les estimulaban a manifestar sus opiniones y que estos les contradijeran de una forma libre. Así animado el aspirante ingenuo mostraba pronto, sin engaño, su verdadera naturaleza. Y al verse escuchado y admirado charlaba y se manifestaba a su gusto. Pero durante este tiempo los maestros le observaban de cerca sin reprenderle jamás, Pitágoras mismo llegaba de improviso para estudiar sus gestos y sus palabras. Daba una importancia especial, y por ello observaba con el mayor cuidado el porte y risa de los jóvenes. La risa, decía, manifiesta el carácter de un modo indudable y no hay disimulo que pueda embellecer la risa de un perverso.
Mediante estas observaciones hacíase el Maestro una idea precisa de sus futuros discípulos. Al cabo de unos meses llegaban las pruebas decisivas. Eran una imitación de las iniciaciones egipcias pero adaptadas a la naturaleza griega. Luego se hacia pasar la noche al aspirante en una caverna cercana donde se decía que había monstruos y apariciones. Los que no pasaban estas pruebas eran despedidos.
Seguidamente, sin ningún tipo de preparación, se encerraba un buen día al aspirante en una celda triste y desnuda. Se le daba una pizarra y se le ordenaba secamente que explicase el sentido de uno de los símbolos pitagóricos, por ejemplo: «¿qué significa el triángulo inscrito en el círculo?», o bien: «¿Por qué el dodecaedro comprendido en la esfera es la cifra del Universo?». Pasaban así 12 horas con el problema, un vaso de agua y un pan seco. Luego era conducido a una sala ante los novicios reunidos. Y estos tenían orden de burlarse sin piedad del desdichado. Siendo atentamente observado en sus reacciones por Pitágoras. Si se controlaba pasaba al,
PRIMER GRADO. PREPARACIÓN:
El noviciado, llamado «preparación» (paraskeié), duraba dos años por lo menos y podía prolongarse hasta cinco. Los novicios, en calidad de oyentes, estaban sometidos durante las lecciones que recibían a la regla absoluta del silencio. No tenían derecho ni de hacer una objeción a sus maestros, ni de discutir sus enseñanzas. Debían recibirlas con respeto y luego meditarlas largamente ellos mismos. Para infundirles esta regla les mostraban una estatua de mujer envuelta en un largo velo, con un dedo puesto en la boca: «La Musa del silencio».
Quería despertar así la intuición en los jóvenes. Basando sus enseñanzas en esta etapa en los sentimientos naturales, los primeros deberes del hombre a su entrada en la vida, mostrando sus relaciones con las leyes universales. Inculcaba el amor hacia sus padres y engrandecía este sentimiento asimilando la idea de Padre a la del Padre Interno, y el de la Madre a la de la Madre Divina Kundalini. Se estimulaba a los novicios a agruparse por parejas de acuerdo con sus afinidades. El más joven debía buscar en el de más edad las virtudes que él mismo perseguía.
La enseñanza moral buscaba desarrollar en el novicio la individualidad, preparándolo para las enseñanzas filosóficas. Se les relacionaba los deberes sociales con las harmonías del Kosmos haciendo presentir la ley de las analogías y de las concordancias universales. En esta ley reside el principio de los Misterios de la doctrina oculta de toda filosofía. El Espíritu del alumno se habituaba de este modo a encontrar la huella de un orden invisible por sobre la realidad visible. Tolerancia hacia todos los cultos; unidad de los pueblos en la Humanidad; unidad de las religiones en la ciencia esotérica. Se le preparaba en la comprensión de una jerarquía de seres superiores que eran sus guías y sus protectores. Sirviendo de intermediarios entre el hombre y la Divinidad; que gracias a ellos podía alcanzar, por grados, el acercarse a ellas, practicando las virtudes heroicas y Divinas. Naciendo en ellos la inquietud de comunicarse con los Maestros inefables.
Se le hacia entender que todos los dioses de los misterios antiguos formaban un solo concepto universal. Dejándole entrever esta verdad a través de lo que se le decía sobre el poder de la Música y el Número. Pues los números contenían el secreto de las cosas y Dios era la armonía universal. Explicando fundamentalmente la Ley del Tres y la Ley del Siete: la creación con las tres fuerzas del Universo y la ordenación de la misma desde la vida espiritual a la material, desde lo más grande a lo más pequeño. Buscando esa armonía universal en sí mismo para acordar el Alma y hacerla vibrar hasta el soplo de la verdad. Junto a la purificación del alma se correspondía la del cuerpo, mediante la higiene y en virtud de una disciplina severa de las costumbres. Vencer las pasiones era el primer deber de la iniciación.
La jornada pitagórica comenzaba con un himno a Apolo a la salida del Sol, ejecutando al mismo tiempo una danza dórica de carácter masculino y sagrado. Luego, las abluciones de rigor, y tras ellas un paseo al templo guardando silencio. Así se recogían internamente y se preparaban la lección de la mañana que se realizaba en el bosque sagrado. A mediodía se hacia una plegaria a los héroes y a los genios benéficos. La comida se componía básicamente de pan, miel y aceitunas. La tarde se consagraba a los ejercicios gimnásticos; luego venia el estudio y la meditación sobre la lección de la mañana. Tras ponerse el Sol se hacia una plegaria en común, se cantaba un himno a los dioses cosmogónicos: Júpiter, Minerva y Diana. Acababa la jornada con la cena, donde el más joven daba una lectura y era comentada por el de más edad.
Así transcurría la jornada Pitagórica durante el año. En la celebración de los Misterios de Ceres se reunían novicios e iniciados de todos los grados.
Cuando un novicio salía voluntariamente del instituto para volver a la vida vulgar, o cuando un discípulo había traicionado uno de los secretos de la doctrina, lo que no sucedió sino una vez, los iniciados le erigían una tumba en el recinto consagrado, cual si estuviese muerto. El Maestro decía: «Está más muerto que los muertos, puesto que vuelve a la vida mala. Su cuerpo se pasea entre los vivos, pero su Alma muerta está: llorémosla». Y esta tumba erigida a un vivo le perseguía como su propio fantasma y como un augurio siniestro.
SEGUNDO GRADO. PURIFICACIÓN:
En un gran día Pitágoras mismo recibía al novicio en su mansión y le aceptaba solemnemente entre el número de sus discípulos. Manteniendo relaciones continuas y directas con el Maestro. Comenzaba así la verdadera iniciación, de ahí el nombre de «esotéricos» (los de dentro).
Se le introducía en una exposición completa y razonada de la doctrina oculta, desde su principio contenido en la ciencia misteriosa de los números.
Las cifras, las letras, las figuras geométricas o representaciones humanas solo eran comprendidas por el iniciado. Se le daba a conocer después del juramento de silencio. Pitágoras formuló esta ciencia en un libro escrito de su propia mano llamado Hieros Logos, la palabra sagrada. Este libro no ha llegado hasta nosotros; pero los giros de los pitagóricos posteriores, Filolao, Archita e Hierokles, los Diálogos de Platón, los tratados de Aristóteles, de Porfirio y de Jámblico dan a conocer sus principios. Y solo se puede comprender su sentido y alcance en virtud de la comparación de todas las doctrinas esotéricas del Oriente.
Pitágoras llamaba a sus discípulos matemáticos porque su enseñanza superior empezaba por la doctrina de los números. Una matemática sagrada, más trascendente y más viva que la matemática profana. El Número no era considerado como una cantidad abstracta, sino como una fuerza viva, una expresión de las facultades divinas entre los mundos y el hombre, el macrocosmos y el microcosmos.
Para llegar a la posesión interna de la Verdad se precisaban y se precisan años de ejercicio, uniendo inteligencia y voluntad. Pitágoras instruía a los iniciados en el Templo de las Musas, exclusivamente dedicado a la enseñanza de los discípulos de segundo grado. En el interior de este templo circular se encontraban las nueve Musas, en mármol. De pie, en el centro, velaba Hesta envuelta en un velo, solemne y misteriosa. Con su mano derecha protegía la llama del hogar, con su mano izquierda mostraba el cielo. Entre los griegos, como entre los romanos, Hestia o Vesta era la guardiana del principio divino presente en toda cosa. Conciencia del fuego sagrado, Hestia tenia su altar en el templo de Delfos y en el Pritaneo de Atenas, lo mismo que en el más modesto hogar. En el santuario de Pitágoras simbolizaba la Ciencia Divina y central de la Teogonía. Alrededor de ella, las Musas llevaban, además de sus nombres tradicionales y mitológicos, el nombre de las ciencias ocultas y de las artes sagradas de las que tenían la custodia. Ourania tenía la astronomía y la astrología. Polimnia, la ciencia de las Almas en la otra vida y el arte de la adivinación. Melpómene, con su máscara trágica, la ciencia de la vida y de la muerte, de las transformaciones y de los renacimientos. Estas tres Musas superiores constituían juntamente la cosmogonía o física celeste. Kalliope, Kleio y Euterpe, presidían la ciencia del hombre o psicología, con sus artes correspondientes: medicina, magia y moral. El último grupo: Terpsichora, Erato y Talía, comprendían la física terrestre, la ciencia de los elementos, de las piedras, de las plantas y de los animales.
Tras haber conducido a sus discípulos por este pequeño santuario, Pitágoras abría el libro del Verbo y empezaba sus enseñanzas esotéricas.
«Estas Musas -decía- no son sino las efigies terrestres de potencias Divinas de las que vosotros mismos vais a contemplar la inmaterial y sublime belleza. Y así como ellas miran el fuego de Hestia, del que emanan y el cual les da movimiento, ritmo y harmonía, así vosotros os debéis hundir en el Fuego central del universo, en el Espíritu Divino, con objeto de extenderos con él en las manifestaciones visibles». Entonces, Pitágoras elevaba a sus discípulos hasta el mundo de las formas y de las realidades; borraba el tiempo y el espacio y les hacia ascender con él a «La Gran Mónada», a la esencia del Ser supremo, sacándolos a la cuarta vertical, el astral.
Pitágoras le llamaba el Uno, primer compuesto de la armonía. Fuego macho (mejor andrógino) que atraviesa todo, Espíritu que se mueve por sí mismo, el indivisible y el gran No-Manifestado, del cual los mundos efímeros manifiestan el pensamiento creador. En él están contenidos la esencia, la medida y la inteligencia.
En las matemáticas trascendentales se demuestra algebraicamente que cero multiplicado por el infinito es igual a Uno. Cero, el orden de las ideas absolutas significa el Ser indeterminado. El infinito, lo Eterno, en el lenguaje de los templos, se marcaba mediante un círculo o por una serpiente que se mordía la cola, lo que significaba el Infinito moviéndose él mismo. Luego, desde el momento en que el Infinito se determina, produce todos los números que contiene en su gran unidad, y que gobierna en una armonía perfecta. Tal es el sentido trascendente del primer problema de la Teogonía pitagórica: la razón que hace que la gran Mónada (el Absoluto) contenga a todas las pequeñas y que todos los números broten de la gran unidad en movimiento.
Añadía que la obra de la iniciación consistía en acercarse al gran Ser pareciéndosele, volviéndose tan perfecto como era posible, dominando las cosas mediante la inteligencia, volviéndose como él «activo» y no «pasivo» como ellas. «Vuestro propio Ser, vuestra Alma, ¿no es un microcosmos, un pequeño Universo? Pero está llena de tempestades y discordias (agregados psicológicos). Pues bien, se trata de realizar en ella la unidad y la armonía. Entonces, tan sólo entonces, Dios (el intimo) descenderá a vuestra conciencia; entonces participareis de su poder y haréis de vuestra voluntad la piedra del hogar, el altar de Hestia, ¡el trono de Júpiter!
Dios, la sustancia indivisible, tiene, pues, por numero la Unidad que contiene al Infinito. Por nombre, el de Padre, el de Creador o Eterno-Masculino. Por signo, el Fuego vivo, símbolo del Espíritu, esencia de Todo. He aquí el principio de los principios.
Desde el momento en que Dios se manifiesta es doble: principio masculino activo, animador y principio femenino pasivo o materia plástica animada. La Díada representaba pues, la unión del Eterno-Masculino y del Eterno-Femenino en Dios, Orfeus decía poéticamente: «Júpiter es el esposo y la esposa divina».
Y esta Naturaleza viva, eterna, esta gran Esposa de Dios, no es solamente la naturaleza terrestre, sino la Naturaleza Celeste invisible a nuestros ojos de carne. El Alma del mundo, la Luz primordial, sucesivamente Maia, Isis o Cibeles, que vibrando la primera bajo el impulso Divino contiene las esencias de todos los Seres. En la humanidad la Mujer representa a la Naturaleza, y la imagen perfecta de Dios no es el Hombre sólo, sino el Hombre y la Mujer. Por ello esa través del amor donde el Eterno-Masculino y el Eterno-Femenino gozan de una unión perfecta en el seno de Dios. Y aquí de una forma muy oculta se deje entrever el conocimiento del Gran Arcano A.Z.F.
«Honor, pues, a la Mujer, en la Tierra y en el Cielo -decía Pitágoras con todos los iniciados antiguos-; ella nos hace comprender a esta gran Mujer de la Naturaleza. Que ella sea la imagen santificada, y que ella nos ayude a ascender, por grados, hasta la gran Alma del Mundo, que da a luz, conserva y remueve hasta a la Divina Cibeles, que arrastra al pueblo de las Almas en su manto de luz».
El mundo real es triple. Pues así como el hombre se compone de tres elementos distintos, pero fundidos unos en otros: el cuerpo, el Alma y el Espíritu, así el universo está dividido en tres esferas concéntricas: el mundo natural, el mundo humano y el mundo Divino. La Triada o «ley de lo ternario» es, pues, la ley constitutiva de las cosas y la verdadera llave de la vida. Pues se encuentra en todos los grados de la escala de la vida, desde la constitución de la célula orgánica, a través de la constitución fisiológica del cuerpo animal, el funcionamiento del sistema sanguíneo y del sistema cerebroespinal, hasta la constitución hiperfísica del hombre, a la del universo y de Dios mismo. Por ello, abre como por encanto al maravillado Espíritu la estructura interna del universo, mostrando las correspondencias infinitas del macrocosmos y del microcosmos.
Enseñaba Pitágoras que el Espíritu del hombre o intelecto ha recibido de Dios su naturaleza inmortal, invisible y absolutamente activa. Pues el Espíritu es lo que se mueve por sí mismo. Llamaba al cuerpo su parte mortal, divisible y pasiva. Lo que llamamos «Alma» (conciencia, esencia) está estrechamente unido al Espíritu, pero formado de un tercer elemento intermedio que proviene del «fluido cósmico». Tal como nos indica el V.M. Samael Aun Weor, nuestra esencia es una fracción de Alma proveniente de la sexta dimensión del universo.
En cuanto a los números en cada uno de ellos definía un principio, una ley, una fuerza activa del universo. Pero decía que los principios esenciales están contenidos en los cuatro primeros números, puesto que sumándolos o multiplicándolos se hallan todos los demás. Asimismo, la variedad infinita de los seres que componen el universo es producida por las combinaciones de las tres fuerzas primordiales: materia, Alma y Espíritu. Atribuía gran importancia al número siete y al número diez. Siete, como compuesto de tres y de cuatro, significa la unión del hombre y la Divinidad. Es la cifra de los adeptos, de los grandes iniciados, de la organización del Universo: siete días de la semana, siete notas musicales, etc. El número diez, formado por la adición de los cuatro primeros es el número perfecto por excelencia, puesto que representa todos los principios de la divinidad evolucionando y reunidos en una nueva unidad.
TERCER GRADO.- PERFECCIÓN: Cosmología y psicología. La evolución del Alma.
Los discípulos habían recibido del Maestro los principios de la ciencia. Esta primera iniciación les despertaba los ojos del Espíritu. Pero, la ciencia de los números no era sino el preámbulo de la gran iniciación. Armado de estos principios, tratábase ahora de descender de las alturas de lo Absoluto a las profundidades de la Naturaleza con objeto de captar en ella el pensamiento Divino en la formación de las cosas y en la evolución del Alma a través de los mundos. La cosmogonía y la psicología esotéricas tocan a los más grandes misterios de la vida, a secretos peligrosos y celosamente guardados, de las ciencias y de las artes ocultas. Por ello Pitágoras gustaba de dar esas lecciones lejos del oído profano, por la noche, al borde del mar, en las terrazas del templo de Ceres y bajo la luz del Cosmos estrellado. Las mujeres iniciadas asistían a estas reuniones nocturnas. Algunas veces sacerdotes o sacerdotisas llegados de Delfos o de Eleusis venían a confirmar las enseñanzas del Maestro mediante el relato de sus experiencias, o mediante el sueño clarividente, que es lo mismo que decir: mediante la experiencia directa de la realidad en el mundo Astral.
La evolución material y espiritual del mundo, son dos movimientos inversos, pero paralelos y concordantes en toda la escala del Ser. Uno de ellos no se explica sino mediante el otro y, vistos juntamente, explican el mundo. La evolución material representa la manifestación de Dios en la materia mediante el Alma del mundo que la trabaja. La evolución espiritual representa la elaboración de la conciencia en las mónadas individuales y sus tentativas para alcanzar, a través de los ciclos de las vidas, el Espíritu Divino que en ellas emanan. Ver el universo desde el punto de vista físico o desde el punto de vista espiritual, no es considerar un objeto diferente, si no mirar al mundo por dos polos opuestos.
Así al menos procedía Pitágoras, que consideraba el Universo como un Ser vivo animado de una gran Alma penetrado por una gran inteligencia. La segunda parte de su enseñanza empezaba, pues, por la cosmogonía.
De limitarse a las divisiones del cielo que encontramos en los fragmentos esotéricos de los pitagóricos, esta astronomía sería semejante a la astronomía de Ptolomeo: la Tierra inmóvil y el Sol girando en derredor, con los planetas y el cielo entero. Pero el principio mismo de esta astronomía nos advierte que es puramente simbólica. En el centro de su Universo, Pitágoras coloca el Fuego (del cual el Sol no es sino un reflejo). Ahora bien, en todo el esoterismo del oriente, el Fuego es el signo representativo del Espíritu, de la Conciencia Divina Universal. La región sublunar, designa la esfera en que se ejerce la atracción terrestre y la llamada «el círculo de las generaciones». Los iniciados entendían con esto que la Tierra es para nosotros la región de la vida corporal. En ella se hacen todas las operaciones de la encarnación y desencarnación de las Almas. La esfera de los seis planetas y del Sol, responden a categorías ascendentes de los Espíritus. El Olimpos, concebido como una esfera rodante, es llamado «el cielo de los fijos», porque es asimilado a la esfera de las Almas perfectas, que no están sujetas a los ciclos de los retornos.
Los antiguos iniciados y especialmente Pitágoras, tenían acerca del universo físico nociones mucho más exactas de lo que parece; como Aristarchos de Samos que fue acusado de impiedad al afirmar que la Tierra, además de girar sobre sí misma tenía la osadía de hacerlo también en torno al Sol. A sus discípulos de tercer grado, Pitágoras enseñaba el doble movimiento de la Tierra. Sin tener las medidas exactas de la ciencia moderna, sabía, como los profetas de Memfis, que los planetas, salidos del Sol, giraban en torno a él; que las estrellas son otros tantos sistemas solares gobernados por las mismas leyes que el nuestro, y cada uno de los cuales tiene su rango en el inmenso universo. Sabía también que cada mundo solar forma un pequeño universo, que tiene su correspondiente en el mundo Espiritual y su cielo propio. Los planetas sirven para determinar en él la escala. Pero estas nociones, que hubieran trastornado la mitología popular y que la masa hubiera tratado de sacrilegios, no eran jamás confiadas a la letra vulgar. No eran enseñadas sino bajo el manto del Amor secreto.
El Universo visible, decía Pitágoras, el cielo con todas sus estrellas, no es sino una forma pasajera del Alma del mundo, de la gran Maia, que encuentra la materia desparramada en los espacios infinitos para luego disolverla y regarla en forma de fluido cósmico imponderable. Cada torbellino solar posee una parcela de este Alma universal, que evoluciona en su seno durante millones de siglos con una fuerza de impulsión y una medida especial. En cuanto a las potencias, los reinos, las especies y las Almas vivas aparecen sucesivamente en los astros de este pequeño mundo, de Dios vienen, del Padre descienden; es decir, que emanan de un orden Espiritual inmutable y superior.
Los «cuatro elementos», de que están formados los astros y todos los seres, designan cuatro estados graduados de la materia. El primero, a causa de ser el más denso y el más grosero, es el más refractario al Espíritu; el último, el más refinado, siente una gran afinidad hacia él. La tierra representa el estado sólido; el agua, el estado líquido; el aire, el estado gaseoso; el fuego, el estado imponderable. Existe un quinto elemento que representa un estado de la materia tan sutil y vivaz, que ya no es atómico y está dotado de penetración universal. Es el fluido cósmico originario, la luz astral o el Alma del mundo: «el Akash».
Pitágoras, instruido en los templos de Egipto, tenía nociones precisas acerca de las grandes revoluciones del globo. La doctrina hindú y egipcia, conocía la existencia del antiguo continente que había producido la raza roja y una potente civilización llamada Atlántida por los griegos. Esta doctrina atribuía la emergencia y la inmersión alternativas de los continentes a oscilaciones de los polos, y admitía que la Humanidad había sufrido asimismo cuatro diluvios. Cada ciclo antediluviano trajo el predominio de una raza.
La cosmogonía del mundo invisible, decía Pitágoras nos ha conducido a la historia de la Tierra, y este es el misterio del Alma humana. Una vez su conciencia despierta, el Alma es para ella misma el más sorprendente de los espectáculos. Pero esta conciencia misma no es sino la superficie iluminada de su Ser, en el que sospecha abismos oscuros e insondables. En su desconocida profundidad, la Divina Psiché contempla con ojos fascinados todas las vidas y todos los mundos: el pasado, el presente y el futuro que une la Eternidad.
«Conócete a ti mismo y conocerás el Universo y los Dioses que en él hay».
Tras la evolución de la Tierra refería las evoluciones del Alma a través de los mundos. Fuera de la iniciación, esta doctrina es conocida con el nombre de «transmigración de las Almas».
Según la tradición esotérica de la India y de Egipto, los individuos que componen la humanidad actual empezaron su existencia humana en otras dimensiones, mucho menos densa que el plano físico. El cuerpo del hombre era entonces casi vaporoso; sus encarnaciones ligeras y fáciles. Sus facultades de percepción Espiritual directa, muy potentes sin duda y muy sutiles, en esta primera fase humana; la razón y la inteligencia, por el contrario, en estado embrionario. En este estado semi-corporal, semi-espiritual, el hombre veía a los Dioses, todo era esplendor y encanto para sus ojos, música para sus oídos. Oía hasta la armonía de las esferas. A medida que la Tierra se materializaba y con la rebelión angélica, el hombre fue perdiendo sus facultades internas cayendo cada vez más en el grosero materialismo. Pero el hombre puede ascender penosamente los círculos, mediante una serie de nuevas existencias y recobrar sus sentidos espirituales. El hombre adquiere mediante su acción la conciencia y la posesión de lo divino. Solamente entonces tórnase «hijo de Dios». Y los que en la Tierra han llevado este nombre han debido, antes de aparecer entre nosotros, bajar y subir la espantosa espiral. Aquí está encerrado el misterio de Psiché.
¡Hombre!, ¡Mujer!, lo que se agita en ti, lo que llamas tú Alma, es un doble etéreo del cuerpo que encierra en sí un Espíritu inmortal. Es Espíritu de construye y se teje mediante su actividad propia; pensamientos, sentimientos y acción. Pitágoras le llama «la carne sutil del Alma» porque está destinado a elevarla de la Tierra tras la muerte: «Este cuerpo Espiritual es el órgano del Espíritu, su envoltura sensitiva, su instrumento volitivo, y sirve para animar al cuerpo, que sin él permanecería inerte. En las apariciones de los moribundos o de los muertos este doble se hace visible. La sutilidad, la paciencia, la perfección del cuerpo Espiritual, varían según la calidad del Espíritu que encierra, y hay entre la sustancia de las Almas tejidas en la luz Astral, matices muy numerosos. Este cuerpo Astral no es inmortal como la Mónada que lo contiene, cambia, se purifica según los medios que atraviesa. El Espíritu le moldea, le transforma a su imagen, pero no le abandona jamás, y si se despoja de él poco a poco es para revestirse de sustancias más etéreas.
¿Cuál es, pues, la meta final del hombre y de la Humanidad, según la doctrina esotérica? Tras muchas vidas, muertes y renacimientos, de calmas y de despertares dolorosos terminarán los trabajos de Psiché; cuando el Alma haya vencido definitivamente a la materia; cuando, desarrollando todas las facultades Espirituales, haya encontrado en sí misma el principio y el fin de toda cosa, entonces, no siendo ya necesaria la encarnación se fundirá con la Mónada. El Alma, vuelta Espíritu puro, no pierde su individualidad, sino que la acaba, puesto que se une con su arquetipo en Dios. Pero este término no es definitivo, la Eternidad Espiritual tiene tras medidas con sus normas y sus ciclos, sobrepasando las concepciones humanas.
CUARTO GRADO. EPIFANÍA
El Maestro había paseado a sus discípulos por las regiones inconmensurables del Cosmos, los había sumergido en los abismos de lo invisible. Del espantoso viaje, los verdaderos iniciados debían de volver mejores a la Tierra, más fuertes y mejor preparados para las pruebas de la vida.
A la iniciación de la inteligencia debía de suceder la de la voluntad, la más difícil de todas. Pues no se trataba esta vez, para el discípulo, de hacer bajar la verdad hasta las profundidades de su Ser, de ponerle a prueba en la práctica de la vida. Para alcanzar este ideal, hacia falta, según Pitágoras, reunir tres perfecciones: realizar la verdad en la inteligencia, la virtud en el Alma y la pureza en el cuerpo. Valor, abnegación, sacrificio y fe son cualidades propias a desarrollar por parte del aspirante a la luz. Es preciso alcanzar la sabiduría mediante la ciencia; de tal manera que sepa distinguir en todo el bien y el mal, y ver a Dios en el más pequeño de los seres, lo mismo que en el conjunto de los mundos. A esta altura el hombre se torna adepto, y entra en posesión de sus facultades y de poderes nuevos. Los sentidos internos del Alma se abren.
Pitágoras infundía en sus discípulos el sentimiento de fraternidad y de solidaridad humana.
«Debemos a todos ayuda, simpatía y caridad. Pues todos somos de la misma raza, bien de llegados a grados diversos.»
Todos sufrimos, es sagrado: pues el dolor es el crisol de las Almas. Hay entre los hombres una diversidad que proviene de la esencia primitiva de los individuos. Desde este punto de vista se reconoce que los hombres pueden dividirse en cuatro clases, que comprenden todas las subdivisiones y todos los matices:
1ª.- En la gran mayoría de los hombres la voluntad obra sobre todo en el cuerpo. Puede llamárseles los instintivos. Son aptos no solamente para los trabajos corporales, sino incluso para el ejercicio y desarrollo de su inteligencia en el mundo físico, y por consiguiente para el comercio y la industria.
2ª.- En el segundo grado del desarrollo humano, la voluntad y por ello la conciencia, reside en el Alma; es decir, en la sensibilidad activada por la inteligencia, que constituye el entendimiento. Tales son los anímicos o los pasionales. Según su temperamento, son aptos para ocasionar hombres de lucha, artistas o poetas. La mayor parte de los hombres de letras v de los sabios son de esta clase.
3ª.- En una tercera clase mucho más rara de hombres, la voluntad obra principalmente sobre el intelecto puro, de separar la inteligencia de la tiranía de las pasiones y de los límites de la materia; lo que da a todas sus concepciones un carácter de universalidad. Estos son los intelectuales. Tales hombres suministran los mártires de la patria, los poetas del primer orden, en fin, y sobre todo, los verdaderos filósofos y los sabios, los que según Pitágoras y Platón deberían gobernar a la Humanidad. En estos hombres la pasión no está apagada, pues sin ella nada se hace; ella constituye el fuego y la electricidad en el mundo moral.
4ª.- El más alto ideal humano es realizado por una cuarta clase de hombres que, a la realeza de la inteligencia sobre el Alma y sobre el instinto, han añadido de la de la voluntad sobre todo su Ser. Han realizado la unidad de la trinidad humana. Estos hombres han llevado diversos nombres en la Historia. Son los hombres primordiales, los adeptos, los grandes iniciados, genios sublimes de la humanidad. Pero son tan raros, que se les puede contar en el transcurso de los tiempos.
Evidentemente es que esta última categoría escapa a toda regla y a toda clasificación. En su calidad de adepto, Pitágoras había comprendido, desde la cima de la iniciación, los principios eternos que rigen la sociedad, y seguía el plan de una gran reforma según estas verdades.
La antigüedad había comprendido una verdad capital que las edades siguientes han desconocido demasiado. La mujer, para cumplir debidamente sus funciones de esposa y madre, tiene necesidad de enseñanza, de una iniciación especial, reservada enteramente a ellas. En Egipto, esta enseñanza remonta a los Misterios de Isis. Orfeo la organizó en Grecia, hasta la extinción del paganismo, la vemos florecer en los Misterios Dionisíacos, así como en los templos de Juno, de Diana, de Minerva y de Ceres. Consistía en ritos simbólicos, en ceremonias, en fiestas nocturnas, además de una enseñanza especial dada por sacerdotisas de edad o por el gran sacerdote, y que se relacionaba con las cosas íntimas de la vida conyugal. Se daban consejos y reglas concernientes a la relación de los seres, las épocas del año y los meses más favorables a las concepciones dichosas. Dábase la mayor importancia a la higiene física y moral de la mujer durante el embarazo, con objeto de que la obra sagrada, la creación del hijo, se completará según las leyes Divinas. En una palabra, se enseñaba la ciencia de la vida conyugal y el arte de la maternidad. Esta última se extendía mucho más allá del nacimiento. Hasta los siete años, los niños permanecían en el gineceo, donde el marido no entraba, bajo la dirección exclusiva de la madre. La antigüedad sabía y pensaba que el niño es una planta delicada, que tiene necesidad, para no atrofiarse, de la cálida atmósfera maternal. El padre la deformaría. Es preciso el Amor poderoso, envolvente de la mujer, para proteger de los ataques del exterior esta planta a la que la vida aterra. Y precisamente a causa de cumplir con toda conciencia estas elevadas funciones, la mujer era verdaderamente sacerdotisa de la familia, guardiana del fuego sagrado de la vida, Vesta del hogar.
Al establecer una sección para las mujeres, en su Instituto, Pitágoras no hizo, pues, sino purificar y profundizar lo que ya existía antes que él. Las mujeres iniciadas por él recibían, con los ritos y los preceptos, los principios supremos de su función. Las revelaba la transformación del Amor en el matrimonio perfecto. Pues bien, que hombre y mujer lleguen a compenetrarse enteramente, en cuerpo, Alma y Espíritu, formando una síntesis del Universo.
En su papel de amante, de esposa, de madre o de inspirada, la mujer no es menos grande y más Divina que el hombre, que no encontrando a Dios ni en la ciencia ni en la religión, le busca perdidamente en la mujer. Y hacen bien. Pero tan solo es a través de la iniciación en las grandes verdades será como El le encontrará en Ella y Ella en El. Entre estas Almas que se ignoran recíprocamente y que se ignoran a sí mismas, que a veces incluso se abandonan y se maldicen, hay como una sed inmensa de penetrar y de encontrar en esta fusión la dicha imposible. A pesar de las aberraciones y de los desbordamientos que de ello resulta, esta búsqueda desesperada es necesaria. Pues cuando el hombre y la mujer se hayan encontrado a sí mismos y el uno en el otro mediante el amor profundo y la iniciación, su fusión será la fuerza radiante y creadora por excelencia.
Pitágoras revolucionó primero una ciudad, la de Krotón, en la antigua Grecia. Con sus conocimientos matemáticos revolucionó al mundo; e influyó en otros grandes maestros, como Platón, por ejemplo. Supo llevar con dignidad la antorcha de la Gnosis (La Sabiduría inmortal).
Actualmente esta antorcha ha sido y es aún llevada por otros dos grandes Maestros: el V.M. Samael Aun Weor y su esposa V.M. Litelantes, que están produciendo a nivel mundial en los cinco continentes una auténtica revolución interior, y nos podemos percatar que las bases de la doctrina esotérica son siempre las mismas.
Por último, tenemos el deber de reconocer y agradecer que la antorcha de la Gnosis sea portada en estos instantes y se encuentre muy alta para que pueda iluminar en todas las Esencias que quieran beber e impregnarse de su luz. Y la mejor forma de agradecerlo es poniendo en práctica las enseñanzas que estos dos grandes Maestros nos han transmitido, a través de sus sacrificios y renuncias, de sus momentos de alegría y de dolor, de amistades y de traición; y que han sabido y han podido aliviar nuestros doloridos corazones.