El Camarada Vestido de Blanco
Del Libro que mata a la muerte o «de los Jinas», Mario Roso de Luna
Extrañas narraciones llegaban a nosotros en las trincheras. A lo largo de la línea de trescientas millas que hay desde Suiza hasta el Mar, corrían ciertos rumores, cuyo origen y veracidad ignorábamos nosotros, iban y venían con rapidez y recuerdo el momento en que mi compañero Jorge Casay, dirigiéndome una mirada extraña con sus ojos azules, me preguntó si yo había visto al amigo de los heridos, y entonces me contó lo que sabía respecto al particular. Me dijo que después de violentos combates, se había visto a un hombre vestido de blanco inclinándose sobre los heridos para socorrerlos.
Las balas lo cercaban, las granadas caían a su alrededor, pero nada tenía poder para tocarle, el era un héroe superior a todos los héroes. Este misterioso personaje, a quien los franceses llaman «El Camarada vestido de blanco», parecía estar en todas las partes a la vez; en Nancy, en Argona, en Soissons, en Iprés y donde quiera que hubiese hombres hablando con él con voz apagada. Algunos, sin embargo, sonreían diciendo que las trincheras hacían efectos en los nervios de los hombres. Yo, que con frecuencia era descuidado en mi conversación, exclamaba que para creer que tenía que ver y necesitaba la ayuda de un cuchillo germánico que me hiciera caer en tierra herido.
Un día los acontecimientos se sucedieron con gran viveza en este pedazo de frente. Nuestros grandes cañones rugieron desde el amanecer hasta el anochecer, y comenzaron de nuevo a la siguiente mañana.
Al medio día recibimos la orden de tomar las trincheras de nuestro frente, estas se hallaban a doscientas yardas de nosotros y una vez que habíamos partido, comprendimos que nuestros gruesos habían fallado en la preparación. Se necesitaba un corazón de acero para marchar adelante: ningún hombre vaciló.
Habíamos avanzado ciento cincuenta yardas cuando comprendimos que íbamos mal, nuestro Capitán nos ordenó ponernos a cubierto, entonces precisamente fui herido en ambas piernas y caí en un hoyo, supongo que me desvanecí, porque cuando abrí los ojos, me encontré sólo. Mi dolor era horrible, pero no me atrevía a moverme para que los alemanes no me vieran, pues estaba a cincuenta yardas de distancia y no esperaba que se apiadasen de mí.
Sentí alegría cuando empezó a anochecer, cayó la noche y bien pronto oí unas pisadas no furtivas, sino firmes y reposadas, como si ni la obscuridad ni la muerte pudiesen alterar el sosiego de aquellos pies.
Tan lejos estaba yo de sospechar quien fuese el que se acercaba que aunque percibí la claridad de los blancos en la obscuridad, me figuré que era algún labriego en camisa, y hasta se me ocurrió pensar que sería una mujer demente, más de improviso con ligero estremecimiento, que no se si fue de alegría o de temor, caí en la cuenta de que podía tratarse del «Camarada Vestido de Blanco», y en aquel mismo instante los fusiles alemanes comenzaron a disparar, las balas podían apenas errar tal blanco, pues él levantó sus brazos como en súplica y luego los retrajo, permaneciendo al modo de una de esas cruces que tan frecuentemente se ven en las orillas de los caminos de Francia.
Entonces él habló y sus palabras parecían familiares; pero todo lo que recuerdo fue el principio: »Si tú has conocido» y «Pero ahora ellos están ocultos a tus ojos». Entonces se inclinó, me cogió con sus brazos (a mi que soy el hombre más corpulento de mi regimiento), y me transportó como a un niño.
Supongo que me quedé dormido, porque cuando desperté, él estaba mirando hacia un arroyo y sus manos estaban juntas como si orase, y entonces vi que el también estaba herido, creí ver como una herida desgarrada en sus manos y conforme oraba, una gota de sangre cayó a la tierra, lancé un grito sin poderlo remediar, porque aquella herida me pareció más horrorosa que la que yo tenía.
Con timidez le dije: ¿Estáis herido también?, quizás me oyó o quizás lo adivinó en mi semblante; pero me contestó gentilmente: «Esta es mi herida muy antigua, pero me ha molestado hace poco». Noté con pena que la misma cruel marca aparecía en sus pies. Entonces con gran admiración y asombro comprendí que él era el mismo «CRISTO VIVO», me emocioné y ansiaba hablarle y darle las gracias, pero me faltaban las palabras, Él se levantó y me dijo: «Quédate aquí hoy junto al agua, yo vendré por ti mañana». En un momento se marchó y mientras yo lo espero, escribo esto para no perder la memoria de ello, me siento débil y con dolor, pero tengo su promesa; yo se que él ha de venir mañana a por mí.