Cuenta una historia que, en algún lugar, tan lejano como la luz del sol, existía un reino, y éste estaba repleto de riquezas, pero su rey no lo sabía.
Esto era debido a que cuando su rey contemplaba el reino, sólo observaba un gran desorden, el cual, sólo podía venir de gentes pobres de pensamiento y de obras, y esto le entristecía.
Pero un buen día, insatisfecho de su visión de cuanto le rodeaba, mandó llamar a su mejor siervo, el más ordenado y el más rico en virtudes de toda la corte. Y le dijo:
Deseo que viajes por todo mi reino y que visites a cada hombre y a cada mujer, para que a tu vuelta me confirmes si mis gentes se corresponden con mi visión. En ti deposito mi buena fe.
Y el siervo lleno del más sublime interés por llevar a cabo el mandato de su bien amado Rey, partió de inmediato.
Los hallazgos del siervo.
De pronto, en su andadura, encontró a un buen pastor, pero cuando se acercó a éste, se dio cuenta que estaba dibujando en un papel el valle que le rodeaba y, en éste sus ovejas paciendo con todos sus vivos colores. El siervo admirado, le dijo:
Buen pastor ¿Por qué siendo un gran maestro de la pintura cuidáis ovejas?
Y éste le contestó:
Porque no hay otra persona que las quiera cuidar.
El siervo se quedó pensando y le dijo:
Sabed, buen hombre, que yo cumplo un mandato ordenado por el Rey, y os pido que me acompañéis.
Y así lo hizo.
Caminaron y caminaron, y en su camino encontraron a un hombre que jugaba con un dócil perro. El siervo y el pastor, atónitos, observaban cómo el animal obedecía toda orden y todo gesto de su amo. El siervo le pregunta:
Buen hombre, ¿Cuál es vuestra labor en la vida?
Y éste le contesta:
No tengo labor, y por eso tengo este amigo con el cual paso el tiempo.
El siervo, sorprendido, le dice:
¿Cómo siendo un maestro en el arte de manejar animales puede ser así? Ahora te comunico, que cumplo un mandato de nuestro Rey, y allá en el horizonte, dejamos un rebaño de ovejas paciendo. Ve y cuida de ellas, que sin duda te lo agradecerán, y así tendrás una labor que cumplir.
El siervo y su acompañante, el pastor, siguieron su camino y, después de un largo trayecto, llegaron hasta una pequeña casa de cuya chimenea se podía apreciar una fina columna de humo.
Al entrar por su puerta, la cual estaba abierta, encontraron a un pequeño hombre dedicado al oficio de alfarero.
Este fabricaba jarrones y finos platos, de la más tierna árcala, que una vez formados, introducía en el horno para ser templados por el fuego.
Pero algo extraño sucede, el siervo observa que, a pesar de ser un perfecto artesano, su rostro muestra un signo de tristeza, y le pregunta:
¿Cómo siendo un Maestro en el arte de la árenla, vuestro rostro está triste?
Y éste contesta:
Porque mis jarrones y mis platos tienen un color oscuro, como desnudos, como sin vida, y esto hace que las gentes no gusten de ellos y no los compren.
El siervo le dice:
Vengo de muy lejos cumpliendo un mandato del Rey, y te digo que aceptes a este buen pastor, que sin duda es un maestro en el arte de la pintura, y con su ayuda, tus jarrones y tus platos encontrarán la vida y la alegría, y la llevarán allí donde sean colocados.
Así el siervo, dejando a estos maestros cumpliendo su labor, continuó su camino. Y uno tras otro fue colocando a los hombres en el lugar que por naturaleza les corresponde.
Y una vez cumplida su labor, regresó a palacio viendo acabado el mandato del Rey.
El regreso a palacio.
Al llegar a la corte, el Rey le pregunta:
Buen siervo, ¿cómo es posible que pareciendo mi reino tan pobre y desordenado, ahora pueda observar que florece en él la belleza y la riqueza?
Y el siervo contesta:
Amado Rey, el desorden se debía a que los hombres no ocupaban el lugar que les correspondía, y la pobreza era el resultado de la falta de ánimo por ejercer su labor.