El sueño de Akinosuke. Cuento escrito por Lafcadio Hearn
En el distrito Toichi de la provincia de Yamato vivía un goshi llamado Miyata Akinosuké…
En el jardín de Akinosuké había un cedro enorme y antiguo a cuyo amparo procuraba evitar los días de bochorno. Una tarde muy calurosa, Akinosuké estaba sentado bajo el árbol con dos goshi amigos, cuando le invadió un irresistible sopor, tan irresistible que rogó a sus amigos que le disculparan por dormir la siesta ante ellos. Luego se acostó al pie del árbol y tuvo este sueño:
Creyó estar echado allí, en el jardín, viendo una procesión semejante a un cortejo de un gran daimyo, que descendía por la cercana colina. Se incorporó para observarla mejor. La procesión era fastuosa e imponente (jamás había visto algo similar) y marchaba hacia su propia casa. La precedían jóvenes con ricas vestiduras, arrastrando un carruaje amplio y lacado, cubierto con deslumbrantes sedas azules. Al llegar cerca de la casa la procesión se detuvo y un hombre de rica vestimenta -obviamente alguien de rango- abandonó el cortejo, se acercó a Akinosuké y le dijo haciendo una profunda reverencia:
– Honorable señor, veis ante vos un vasallo del Kokuo de Tokoyo. Mi amo, el rey, ordena que os salude en su nombre y que me ponga a vuestra absoluta disposición. También desea que os informe que augustamente requiere vuestra presencia en palacio. Dignaos, pues, a entrar de inmediato en este honorable carruaje, que él ha enviado para transportaros.
Akinosuké quiso responder a estas palabras con una réplica apropiada, pero estaba perplejo y atónito. La voluntad pareció abandonarlo y no pudo hacer sino lo que le indicaba el kerai. Entró en el carruaje. El kerai se colocó junto a él e hizo una señal. Los servidores hicieron girar el vehículo hacia el sur, tirando de él por medio de las cuerdas de seda, y así se inició el viaje.
Para asombro de Akinosuké, transcurrió muy poco tiempo antes de que el carruaje se detuviera ante un enorme pórtico de estilo chino, que jamás antes había visto. El kerai, apeándose, le dijo:
– Acudo a anunciar vuestra ilustre llegada.
Y entonces desapareció. Luego de un momento de espera, Akinosuké vio que dos hombres de noble aspecto, con mantos de seda púrpura y altas gorras que indicaban un respetable rango, salían al pórtico. Ambos lo saludaron con respeto, lo ayudaron a descender del carruaje y lo condujeron, cruzando el pórtico a través de un gran jardín, hasta la entrada de un palacio cuyas murallas parecían extenderse tanto al Este como al Oeste, por algunas millas. Akinosuké fue llevado hasta un salón de audiencias extraordinario y enorme. Sus guías lo condujeron hasta el sitio de honor y con gran respeto se sentaron aparte, mientras varias doncellas con ropaje ceremonial traían refrescos. En cuanto Akinosuké tomó algún refrigerio, los hombres con manto púrpura se prosternaron ante él y le dirigieron las siguientes palabras, turnándose alternativamente según la etiqueta de las cortes:
– Es nuestro honorable deber informaros…
-… de la razón por la cual os han traído aquí.
– Nuestro señor, el rey, desea augustamente que os convirtáis en su yerno…
-…y es su orden y voluntad que hoy mismo…
-…os caséis con la augusta princesa, su hija virginal.
– Pronto os conduciremos a la cámara…
-..donde su augusta majestad os aguarda para recibiros.
– Pero antes será necesario que os engalanemos…
-…con los atuendos necesarios para la ceremonia (frase, que según la tradición, debía ser pronunciada simultáneamente por los dos servidores).
Tras hablarle de este modo, los servidores se pusieron de pie y entraron en una alcoba donde había una gran arca barnizada en oro. Abrieron el arca y extrajeron ropajes y ornamentos de exquisita factura, y un kamuri o tocado real. Vistieron a Akinosuké según convenía a un novio principesco y lo condujeron al salón de audiencias, donde el Kokuo de Tokoyo estaba sentado en su daiza, tocado con la alta gorra negra del estado y ataviado con ropas de seda amarilla. Ante el daiza, a izquierda y derecha, había una multitud de dignatarios sentados según su rango, inmóviles y espléndidos como las imágenes de un templo. Akinosuké, avanzando entre ellos, saludó al rey con una triple inclinación, según la costumbre. El rey lo recibió con gráciles palabras y le dijo:
– Os han informado de los motivos por los cuales habéis debido comparecer ante nuestra presencia. Hemos decidido que os convirtáis en esposo de nuestra única hija, y ahora procederemos a la ceremonia nupcial.
Cuando el rey completó su discurso, sonaron las notas de una alegre melodía y un gran cortejo de hermosas damas irrumpió desde los cortinados para conducir a Akinosuké a la cámara donde le aguardaba su prometida.
La cámara era enorme, pero apenas bastaba para contener a la multitud de huéspedes congregados en la ceremonia. Todos se prosternaron ante Akinosuké cuando éste se instaló ante la hija del rey, sobre un cojín que le estaba destinado. La novia semejaba una doncella celestial y sus ropas eran deslumbrantes como el cielo del verano. Y el matrimonio se celebró en medio de un gran júbilo.
Luego, la pareja fue conducida hasta los aposentos preparados para ambos en la otra ala del palacio, donde recibieron las felicitaciones de muchas personas de noble condición, junto con innumerables regalos.
Días más tarde, Akinosuké debió comparecer una vez más en el salón del trono. Ahora se le recibió con palabras más acogedoras, y el rey le anunció:
– Al sudoeste de nuestro imperio hay una isla llamada Raishu. Os hemos designado gobernador de ella. Allí hallaréis un pueblo dócil y leal, pero cuyas leyes no han sido normalizadas con las de Tokoyo y cuyas costumbres no han sido reguladas como corresponde. Os confiamos el deber de mejorar la condición social de esas gentes tanto como os sea posible, y os encomendamos que las gobernéis con prudencia y sabiduría. Todo está dispuesto para que emprendáis vuestro viaje a Raishu.
Así fue como Akinosuké y su esposa partieron del palacio de Tokoyo, custodiados por una escolta de nobles y oficiales que los acompañaron hasta la costa. Allí embarcaron en una suntuosa nave provista por el rey, y con vientos favorables llegaron a Raishu, donde les esperaba la bienvenida de la buena gente de la isla, que aguardaba en la costa.
Akinosuké se consagró de inmediato a sus nuevos deberes, que no resultaron difíciles de cumplir. Dedicó los primeros tres años de su gobierno, ante todo, a la ordenación y promulgación de leyes; pero como contaba con sabios consejeros, la tarea no le supo ingrata. Una vez concluida, no tuvo otros deberes activos que cumplir, salvo la asistencia a los ritos y ceremonias prescritos por la tradición. La comarca era tan fértil y saludable que nadie se enfermaba o caía en la indigencia, y las gentes eran tan bondadosas que las leyes jamás fueron quebrantadas. Akinosuké vivió y gobernó en Raishu veinte años más (veintitrés en total), jamás perturbado por la sombra del dolor.
Pero en el vigesimocuarto año de su mandato, una grave pena se abatió sobre él: su esposa, que le había dado siete hijos (cinco varones y dos mujeres) enfermó y murió. Fue enterrada con gran pompa en la cima de una hermosa colina del distrito de Hanryoko, y un magnífico monumento coronó su tumba. Pero Akinosuké se sentía tan desolado por esa muerte que ya no le interesaba vivir.
Al culminar el período de duelo, un mensajero real llegó a Raishu procedente del palacio de Tokoyo. Entregó a Akinosuké un mensaje de condolencia y luego le dijo:
– Estos son los deseos de nuestro augusto señor, el rey de Tokoyo, que me ordena transmitiros: «Os enviaremos de vuelta a vuestra gente, a vuestro país. En cuanto a los siete niños, por tratarse de nietos del rey, recibirán toda la atención que merecen, de modo que dignaros a no preocuparos por ellos».
Al recibir esta orden, Akinosuké se dispuso sumisamente a partir. Una vez dejó todo en orden y asistió a la ceremonia de despedida de sus consejeros y oficiales, fue escoltado al puerto entre grandes honores. Allí embarcó en la nave que venía en su busca y así se internó en el mar azul, bajo el cielo azul y el perfil de la isla de Raishu se volvió azul, luego gris y finalmente desapareció para siempre… Y Akinosuké despertó súbitamente bajo el cedro de su jardín.
Estaba confundido y estupefacto. Entonces advirtió que sus amigos permanecían a su lado, bebiendo y charlando con alegría. Los miró con asombro y exclamó en voz alta:
– ¡Qué extraño!
– Akinosuké estuvo soñando -dijo uno de ellos, con una carcajada- ¿Qué viste de extraño, Akinosuké?
Entonces Akinosuké les contó el sueño, un sueño que había durado veintitrés años de residencia en el reino de Tokoyo, en la isla de Raishu. Ambos se sorprendieron, pues su amigo no había permanecido dormido sino algunos minutos.
– En verdad has visto cosas extrañas -dijo uno de los goshi-. También nosotros vimos algo extraño mientras dormías. Una pequeña mariposa amarilla revoloteó un instante cerca de tu rostro, y nosotros la observamos. Luego descendió al suelo, junto a ti, debajo del árbol. Y apenas hubo descendido, una hormiga enorme salió de un agujero, la atrapó y la arrastró hasta su cubil. Poco antes de que te despertaras, vimos que la misma mariposa volvía a salir del agujero y revoloteaba una vez más sobre tu rostro. Desapareció súbitamente, no sabemos a dónde fue. -Quizás era el alma de Akinosuké -dijo otro goshi-, pues por cierto que la vi volar dentro de su boca… Pero, aun cuando la mariposa fuera el alma de Akinosuké, eso no puede explicar el sueño.
– Las hormigas pueden explicarlo -respondió el primer goshi-. Las hormigas son criaturas muy raras… quizá demoníacas… En todo caso, hay un gran nido de hormigas debajo del cedro.
– ¡Vamos a ver! -exclamó Akinosuké, incitado por la sugerencia. Y fue en busca de una pala.
Según comprobaron, una prodigiosa colonia de hormigas había excavado el suelo justo debajo del cedro; era algo sorprendente. Además, habían edificado dentro de la cavidad, y sus minúsculas construcciones de paja, barro y ramas guardaban gran semejanza con ciudades en miniatura. En el centro de una estructura bastante mayor que las demás, un inquieto enjambre de hormigas se afanaba alrededor de una hormiga mayor, que tenía alas amarillentas y una gran cabeza negra.
– ¡Caramba! -exclamó Akinosuké!-. ¡Ese es el rey de mi sueño! ¡Y ése el palacio de Tokoyo!… ¡Qué extraordinario! Raishu debería estar al sudoeste… a la izquierda de esta raíz… Sí. ¡Aquí está! ¡Qué extraño! Ahora estoy seguro de poder encontrar la colina de Naryoko y la tumba de la princesa.
Escarbó con tenacidad en el derrumbado hormiguero. Y al fin descubrió un pequeño montículo en cuya cima había un guijarro enmohecido con forma de monumento budista. Debajo, envuelto en barro, halló el cadáver de una hormiga hembra.