EL PAÍS DE LA ARMONÍA
Erase una vez un país lejano, donde vivían seres de todas clases: personas, animales, plantas, minerales. Esas personas, esos animales, esas plantas y esos minerales, eran seres muy especiales. Su especialidad consistía en que todos eran AMIGOS de todos.
Los hombres eran amigos de todos los hombres, también de los animales, de las plantas y de los minerales.
Los animales eran amigos de todos los animales y también de los hombres, de las plantas y de los minerales.
Las plantas eran amigas de todas las plantas y también de todos los hombres y de todos los animales y de todos los minerales.
Los minerales eran amigos de todos los minerales y también de todos los hombres y de todas las plantas y de todos los animales.
Nadie estaba solo ni se sentía jamás solo. Aquel país era único y ocupaba todo un planeta.
El país era de todos y todos vivían en él. No tenían fronteras. Todos aquellos seres: personas, animales, plantas y minerales, ocupaban todas las montañas, todas las llanuras, todos los valles. Eran los amos y señores de cuanto existía en el planeta.
No era extraño ver u oír por las mañanas, al despertar el día, cuando el sol abría sus ojos, los saludos más hermosos:
– Hola, señor León. ¿Qué tal ha dormido usted? -preguntaba un hombre.
– Muy bien. ¿Y tú? -decía el León.
– Yo, regular -respondió el hombre. He tenido que cuidar tres gatitos pequeños que se han quedado huerfanitos. Nacieron anoche y su mamá murió al tenerlos. Así que, casi no he tenido tiempo de dormir.
– ¿Has oído los piropos que ayer por la tarde le decían al almendro una bandada de gorriones? Al almendro que tienes en tu corral -dijo el León.
– No. ¿Qué le decían? -preguntó el hombre. Estaba tan ocupado con la gatita, preparándole una cestita para que pariera tranquilamente, que no me enteré de nada.
– Pues le decían cosas así como estas: «Tus ramas, almendro florido, son como racimos de nieve templada» o «vendremos a regalarte nuestros cantos, pues tú nos ofreces tu hermosura», «entre tú y la nieve no sabemos distinguir».
El almendro, -continuó el león- alegre de oír a los pájaros, dejaba que los gorriones se posaran en sus ramas, para que descansaran un rato en sus raudos vuelos.
En aquel país todos se pedían favores y a nadie le disgustaba hacerlos.
La ovejas, por ejemplo, solicitaban permiso a la hierba, para comerla y así alimentarse. Las hierbas, encantadas, cedían sus cuerpos, felices de servir de alimento a las ovejas.
Las ovejas ofrecían su lana a los hombres, de mil amores, porque de esa manera, ellas se quedaban más fresquitas. Se reían al ver qué cosas los hombres hacían después con la lana: que si abrigos, que si calcetines, que si yerseis, etc. Se sentían felices de servir al hombre. A veces, el hombre, les pedía a ellas, por favor y para poder comer y no morirse de hambre, que les entregaran sus cuerpos. Los ovejas, felices, se dejaban matar y, aunque les hacía un poco de daño, sabían que así los hombres comerían su carne y seguirían viviendo para poder realizar trabajos más importantes.
En aquel país no se discutía jamás. Sin embargo todos eran muy parlanchines y bromistas.
Estaban siempre de tan buen humor que todo lo hacían sonriendo y cantando.
Era normal que estando una abeja chupando el néctar de las flores, para elaborar luego la miel y la cera, la flor se mondara de risa con el cosquilleo que le producían las alas batiendo de la abeja.
Era también frecuente oír, caminando por el bosque, las conversaciones de las hormigas, intentando arrastrar un grano de trigo que pesaba para ellas una tonelada:
– ¡Madre mía como pesa este grano! -decía una hormiga.
– ¡Empuja, empuja, que nuestro hormiguero aún queda lejos y está oscureciendo! -decía otra hormiga que le ayudaba.
– El leñador nos dijo que viniésemos por estos lugares porque nos sería muy fácil encontrar granos de muchas clases.
En ese país todos se entendían. Todos hablaban la misma lengua. Los animales entendían a las plantas, las plantas contaban historias a los hombres. Los hombres comprendían a todos los animales y a todas las plantas y a todos los minerales. Nadie era ignorante. Todos sabían de todos y de todo. Cada ser estaba feliz de vivir en el planeta.
Cada uno de aquellos seres que existían en aquel país, vivía en el cuerpo que su madre, la NATURALEZA le entregaba. Unos seres tenían cuerpo de hombres, otros seres tenían cuerpos de animales, otros vivían felices con cuerpo de plantas, otros vivían en cuerpos de minerales. Todos se sentían a gusto viviendo dentro de sus cuerpos, fuesen de la naturaleza que fuesen, es decir, fuesen de la clase que fuesen. Sabían que tarde o temprano lograrían llegar a vivir en un cuerpo humano. Esto era el mejor de todos los cuerpos y mejor que con cualquiera de los otros.
Cada ser hacía su trabajo y lo hacía bien. Sabían esperar y no les molestaba vivir cientos de años en cualquier clase de cuerpo que les correspondiese.
Comprendían las cosas de tal manera que nunca tenían prisa por nada. Vivir para ellos era aprender. Aprender era prepararse para saber manejar cuerpos cada vez más perfectos y capaces, para hacer cada vez más y mejores trabajos.
Aprendían todo lo necesario para manejar sus propios cuerpos y cada vez que morían, eso era para todos nacer. Morir era abandonar el viejo y desgastado cuerpo. Nacer era coger otro cuerpo, nuevo y más perfecto para así poder seguir viviendo, aprendiendo, trabajando y disfrutando de la vida en el planeta.
Los seres de aquel país se querían como hermanos. El país no era de nadie, era de todos, nadie mandaba, todos se servían y ayudaban. Las cosas no tenían dueño. Todo era de todos. Nadie se guardaba nada. Se ofrecía a los demás, se compartía.
De entre todos los seres que poblaban aquel país en aquel planeta, los que vivían en cuerpos humanos eran los que más sabían, eran los más sabios.
Los cuerpos humanos de hombre o de mujer eran bellísimos y muy complicados de usar. Se podían hacer mil cosas con ellos. Había trabajos que sólo con cuerpos humanos se lograban hacer. Por ejemplo, un ser viviendo con cuerpo de caracol no podía inventar aparatos, máquinas, juegos, danzas, música, etc.
Cuando un ser entraba a vivir en un cuerpo humano, ya podía hacer de todo: inventar cosas, crear música y danzas, escribir historias, construir templos, palacios, puentes, etc., etc. Podía hacer tantas cosas que nada para ese ser era imposible.
Los seres que aún vivían en cuerpos de plantas o en cuerpos de animales o en cuerpos minerales, estaban tranquilos y aguardaban serenos el día en que, por su aprendizaje realizado y méritos conseguidos, la Gran Madre Naturaleza les otorgara un magnífico cuerpo humano. Ese sería el día más importante y feliz de todos. Ese día cobraban, recibían la posibilidad de HACER TODO CUANTO QUISIERAN.
Mientras esos seres vivían o viviesen en los otros cuerpos, minerales, vegetales y animales, no tenían la facultad de poder hacer lo que quisieran, estaban dirigidos por la Gran Madre Naturaleza. Esta a todos los hacía nacer y morir, a todos los cuidaba y protegía, a todos los quería y amaba, pero sólo a los que llegaban a ser capaces de manejar un cuerpo humano (de hombre o de mujer), sólo a esos les dejaba LIBRES, para que hicieran lo que quisieran, eso sí, advirtiéndoles que se hacían responsables de sus obras.
Los seres que ya vivían, usaban y gobernaban cuerpos humanos se llamaron a sí mismos: HOMBRES.
Los hombres, por ser los más sabios, eran los que más ayudaban a todos los demás. Les encantaba cuidar a los seres que aún vivían en cuerpos vegetales o animales o minerales. A todos los trataban con mucho amor y cariño. Por eso las plantas crecían y florecían alegres y no les importaba regalar al hombre sus cuerpos para que este comiera y pudiera también curar sus enfermedades.
Los animales amaban al hombre tanto que lo ayudaban en todo cuanto podían. Era una armonía total. Cada uno en su sitio, en su lugar. Todos comprendían por qué están aquí viviendo en este país y en este planeta.
Había que vivir tan solo. Vivir y vivir. Nada más. Vivir era amar, amar era vivir. Todos hijos de la Gran Madre Naturaleza, todos hijos del planeta.
Un buen día, un grupo de hombres quisieron comprobar qué pasaría si ellos, usando esa posibilidad de hacer lo que quisieran, cambiaban algo.
Empezaron a creer que podían comenzar a usar todas las cosas y a todos los demás seres del planeta, en su propio beneficio, sin pedirles permiso. Lo hicieron. De igual manera actuaron con su propio cuerpo. El resultado fue que abusaron de ellos mismos y de todos los demás seres. Sus prodigiosos cuerpos sufrieron terribles deterioros y desperfectos. Poderes y facultades maravillosas, que todos tenían y usaban, se estropearon, se atrofiaron. Acabaron perdiéndose. Y así seguían y seguían haciendo las cosas de forma incorrecta: dañándose ellos, dañando a los demás seres, dañando al país y al propio planeta.
Los demás seres: minerales, vegetales y animales estaban asombrados y no comprendían qué les estaba ocurriendo a los hombres. Observaban y veían cosas que antes no sucedían. Comprendieron que el hombre se había vuelto distinto, diferente, dañino y no sabían por qué.
Los hombres, por su lado, al darse cuenta de que podían gozar más y más y cada vez más, rompiendo las leyes sagradas que regulaban la vida, su país y su planeta, no se paraban. Dentro de ellos empezó a formarse algo raro, extraño, monstruoso, algo que antes no había. Ese deseo era el DESEO DE PLACER, DE MUCHO PLACER. El placer siempre lo había sentido por todas las cosas, pero ahora querían más y más. Era como si se les hubiese despertado un hambre de goce, de placer muy, muy grande.
Así, poco a poco, cada día que pasaba, ellos deseaban gozar más y más al beber y acababan emborrachándose.
Cada día deseaban más y más gozar del comer y acababan hartos, vomitando lo comido para seguir comiendo más.
Cada día deseaban tener más y más y más cosas y para ello acababan robándolas a los demás.
Cada día deseaban más y más no trabajar y acabaron esclavizando a otros más débiles para que les sirvieran de criados y esclavos.
Cada día que pasaba querían gozar más y más del placer sexual y acabaron abusando del sexo, provocando enfermedades y deformaciones en sus propios cuerpos humanos.
Cada día que pasaba deseaban más y más presumir de lo que hacían, de lo que eran, de lo que deseaban, de lo que sabían, etc. y acababan maltratando, esclavizando y hasta matando a los que se atrevían a contradecirlos. . Cada día se irritaban con más facilidad, se enfadaban por motivos más insignificantes y acababan pegándose, insultándose, hiriéndose, sintiendo por ello un extraño placer o goce maligno.
Cada día se alegraban menos de las cosas buenas que a los demás pudieran sucederles. Sufrían si otros ganaban y gozaban si otros perdían.
De esta manera, y poco a poco, con el paso del tiempo, dentro de aquellos espléndidos cuerpos humanos, fueron naciendo y creciendo cosas muy extrañas, pequeños monstruos que no paraban de hacerse más grandes y horripilantes cada día.
Esas cosas raras, extrañas, acabaron por adueñarse de los cuerpos humanos y de sus mismos seres que los tenían. Acabaron siendo los amos y señores. Encarcelaron a sus verdaderos dueños y se hicieron con el poder y control de la máquina humana.
A lo largo de muchísimo tiempo estos intrusos crecieron tanto que cobraron aspecto de verdaderos gigantes. Los hombres pasaron a ser sus esclavos.
Ahora los pobres hombres eran dominados por los gigantes y siempre tenían que hacer lo que a estos se les antojaba, se les ocurría. Pensaban lo que los gigantes querían que pensasen. Hablaban lo que los gigantes les decían que hablasen. Sentían lo que los gigantes les hacían sentir. Obraban lo que los gigantes querían que hiciesen.
Nosotros, como descendientes de aquellos antiguos hombres, cargamos dentro de nuestros cuerpos humanos a estos monstruos GIGANTES, conocidos hoy en día, con el nombre de GULA, PEREZA, ENVIDIA, IRA, AVARICIA, ORGULLO, LUJURIA…